Nos hemos vuelto periféricos, y la periferia es condición de enajenación, de extrañamiento desconcertado, de destrozo en el alma que se vuelve del revés, como un guante, y deja al aire todas sus costuras. Hace años decía cosas así un poco metafóricamente, como un augur que leyera el vuelo de las aves y las entrañas de las tórtolas. Hoy es un hecho tan palmario que su enunciado se ha vuelto tristemente verdad, carne de crónica cotidiana que, sin embargo, nos deja indiferentes. La falta de uno para uno mismo es un síndrome terrible. Ya nadie está en nadie. Todos –los más jóvenes, más– están “en otra parte”, asediados, necesitados del asedio, de una estimulación constante, de una diversión permanente. Sólo los ancianos caminan por las calles solos, pensando o recordando, o llorando hacia dentro. Sólo ellos van con ellos. Los demás van con otra cosa, junto a algún género de ruido que no supera los niveles inferiores del encéfalo. Pura “sensorialidad”, exterioridad casi unicelular, bacteriana, biológicamente primitiva. Ya he dicho otras veces que no se le da tiempo al pensamiento, que nuestros días están desentrenados en su ejercicio, que no se disfruta de nada porque únicamente se pretende que todo “distraiga”. Qué verbo tan horrible, tan “antiaristotélico”, para condensar hogaño el ideal común de felicidad: “distraer”, divertir, apartar la atención, vaciar la cabeza…
Cada vez me asusta menos la experimentación genética: es mucho más aterradora la evolución histórica. La “deshumanización” social está consiguiendo un engendro biológico de difícil taxonomía, una especie que se aburre de sí misma, que se enajena a sí misma, que se destruye desde ella misma... ¡Un cáncer vertical, implume y bípedo!
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