Amo las calles estrechas, mal empedradas, donde, si sientes deseos de pisar tierra de verdad, no te es difícil encontrar un hueco de planeta en bruto. Amo las calles semivacías, donde te encuentras con gente que no conoces y, sin embargo, saludas. Amo las calles de las ciudades que se conforman con ser ciudades, o de los pueblos que se sienten orgullosos de ser pueblos –y no quieren ser urbe; mucho menos, una gran urbe–, que les aterra el escándalo y las luces que apagan la noche. Amo las tiendas pequeñas que no mezclan los zapatos con la pescadería ni los desodorantes con el jamón de bellota. Amo a la gente –que no sé si ya existe– que se reúne al atardecer en placitas con una fuente en medio; y hablan y no vocean, y sólo expanden un murmullo humano para confraternizar con el rumor del agua o para no abrumar el alegre griterío de los vencejos. Amo el silencio que te permite escuchar el pulso de las estrellas durante la madrugada, o ver amanecer sobre los horizontes que deciden –porque pueden– ser paisaje. Amo los olores suaves que se toman en serio la paz del alma, no esa brutalidad de los perfumes diseñados para trastornar el olfato y desnortar el sentido. Y las acacias, a pesar de lo que me hacen sufrir. Y los claustros románicos. Y los libros que tienen la edad de la sabiduría. Y poder abrir la ventana sin que me asalten los bafles del coche de un imbécil que lo más que es capaz de exigir a su memoria es la horda sorprendida por haber nacido humana.
Amo todo lo que no es real, ni posible, ni casi por nadie deseable. Todo eso que la inmensa mayoría define como “sin vida”, como “sin marcha”, como “de un insufrible aburrimiento”. No busco consuelo ni palmaditas en la espalda, pero he enviado una solicitud al director del Museo Arqueológico Nacional. Con estos amoríos, mi lugar está en una vitrina. La verdad es que no me importa: lo que hay no merece la pena.
Amas muchas cosas, tienes ya muy ocupado el corazón, pero, en vez de llenarte, tu cuestión de amor parece una lista de la compra, larga y rara, de amores y odios, una amarga autoafirmación contra no sé muy bien qué, versus mundum. Ojalá supiera decirte algo. Pero a veces parece que digas lo que digas te equivocarás.
ResponderEliminarUn saludo, Antonio.
No me amarga el exceso de amor, sino la inexistencia de su objeto, lo que parece bastante natural. Además, si te fijas bien, tampoco pido ni deseo la destrucción de nada. Luego no hay odio. Al fin y al cabo, todo queda en la modesta solicitud de una vitrina: se trata de no molestar y de no ser molestado, que es un deseo bastante prudente.
ResponderEliminarUn saludo, Betty B.