Eran verdaderos especialistas, guerreros entrenados a leer el silencio y los signos más sutiles del aire. Existían del otro lado de un patio de butacas que olía a Ozonopino y enfrente de esos ojos infantiles que extravía después la mala memoria de la vida. Eran fuertes y sagaces; advertían, con sólo acariciar el tacto telúrico de las praderas, el riesgo o la esperanza, la cercana hostilidad o la pausa de su lejanía. Uno, que acababa de salir del pensamiento mágico, sufría una recaída inevitable y regresaba a casa convencido de que la tierra era cómplice de aquellos heterodoxos exploradores con piel cobriza.
Ya no existen esas praderas prodigiosas tras el retablo de las maravillas en los cines de barrio. Debo reconocer que un GPS o un satélite de rastreo multiplican las certidumbres, aseguran las eficacias y recogen aplausos encendidos hasta del espectador más párvulo. Sin embargo, sigue habiendo lectores del silencio y oradores sin palabra. Un lenguaje de signos intangible que se enreda en miradas esporádicas, en ademanes de inocente vuelo, en gestos de callada complicidad.
Uno sigue admirando el vigor del silencio, la fluidez de la retórica muda que aún usan los nuevos especialistas de su mensaje. Pero uno, al parecer, es torpe en la sutileza mímica, un secuestrado por la palabra que no sabe decir cosa distinta de ella con los ojos, como si el alma sufriera una suerte de síndrome de Estocolmo incapaz de contrariar el curso de su propio verbo. Y no es sinceridad, que conste, no es virtud que eso le ocurra, sino simple derrota de su impotencia. ¡Qué más quisiera uno que al mirar hablara! ¡Qué más soñara que por ver leyera!
Pero así nos gustas a tus lectores, tan melancólico y tan noble. Y unas cuantas cosas más dificilísimas de ver.
ResponderEliminarEl irrigador del ozonopino, que decía Jardiel Poncela. Hermoso texto, don Antonio.
ResponderEliminarGracias, Betty B., sin duda tengo “lectores” entrañables.
ResponderEliminarUn poco menos ayer que ese irrigador, caro amigo, pero casi, casi.
ResponderEliminarGracias, Don Diego.
Sí, señor, muy hermoso texto. Ya hace cinco siglos Erasmo de Rotterdam reclamó la elocuencia del silencio en su "Lingua", aunque en gran medida el que hablaba era un Erasmo zaherido por sus enemigos y harto de palabras como puñales. Tú reclamas otro tipo de silencio elocuente, casi un pájaro irreal que se nos escapa.
ResponderEliminarSuele evocarse el silencio como señal de inteligencia, como indicativo de un saber profundo. Pero el silencio del sentimiento es muchísimo más palabra: ¡dice una enormidad! A veces pienso que la poesía es la prosa con vocación de silencio por todo lo que calla, por todo lo que dice no diciéndolo.
ResponderEliminarGracias, Antonio, por tu comentario.
Hablar del silencio es hablar de los ángeles. El silencio es otra de las cosas que no se hacen diciéndolas. Se hace porque se prefiere o se necesita y se rompe por lo mismo.
ResponderEliminarEn efecto, aunque aquí no se trata de hacer el silencio diciéndolo, sino de "lo que dice" el silencio haciéndolo.
ResponderEliminarUn saludo, Betty B.
Lo intangible. Siempre.
ResponderEliminarSí, eso si no es ausente, no visible… Como yo, por ejemplo, ayer en tu lectura. ¡Mira que me dio rabia!
ResponderEliminarUn abrazo.