Decíamos que era tonto; un espécimen inusual, añadiría hoy, una vergüenza entre los de su clase. Yo lo recuerdo como una anécdota extravagante de la infancia: un gato con vértigo, un gato con miedo a las alturas. Pero tonto porque el miedo le entraba después, quiero decir, una vez que las había coronado. Me explico: el animal debía de sentir el tirón depredador de su sistema nervioso y empezaba a trepar por un árbol en busca, probablemente, de algún nido de gorriones; pero, cuando llegaba arriba, le daba un golpe de preocupación: “Dios mío, ¡qué he hecho!”, supongo que pensaría. Y empezaba a maullar aterrorizado. Entonces avisábamos a Luis, que era un oficial de la platería de mis tíos, hombre menudo y ágil capaz de reproducir la trayectoria del felino en un suspiro. Y allá que se iba mi buen Luis para, al poco, depositar en la estable certidumbre de la tierra a aquel animal de más elevada vocación que arrojo.
No sé, pero a veces creo que algo parecido nos ocurre cuando queremos pensar alto, más alto, como para dar a la caza alcance. Y nos pasa que, arriba, a la altura de unas cuantas ideas, nos sacude un sobrecogimiento, un temor de no saber volver a las pocas certezas de todos los días. Y empezamos a maullar, aterrorizados, deseando fervientemente que alguien se decida a llamar a nuestro particular Luis. Antiguamente, este Luis era el nombre que se ocultaba debajo de voces de mayor enjundia, digamos Religión, o Filosofía, o Ciencia. Por desgracia, en mi opinión al menos, hoy hemos renunciado a la vocación por carecer del arrojo: ya no somos gatos tontos, nos sobra el gato.
A veces las primeras personas del plural, con su ánimo globalizador, son injustísimas: creo que tú subirías al árbol una y otra vez, porque ese es el problema de tener vocación de sabio. Un abrazo y gracias por aclararme un poco el domingo entre aoristos. Feliz final de curso, que ya huele a vacaciones.
ResponderEliminarQué gracioso vuestro gato, y qué miedo más humano era capaz de desarrollar, yo creo que era listo pero cobarde: un gato consciente. Así somos las personas: nos arrastran los instintos, nos frenan los miedos, nos consuelan las filosofías. Pero la caza debería ser algo sagrado, un asunto natural y un deber y una especie de religión, y nunca nunca habría que echarse atrás. Echarse atrás es de “espabilaos”, los buenos se caen y lo que haga falta. Y si ya no hay ni ganas de intentarlo, qué horror, la vida sin espanto…
ResponderEliminarAunque, por si acaso no somos de los buenos, que cada cual piense si tiene un San Luis cerca.
Saludos, querido Antonio, me ha gustado la entrada tras el desacostumbrado descanso.
Gracias, Diego, por dedicarme palabras tan amables y tiempo tan precioso cuando mañana tienes un combate pendiente con el “tostón” de Solón (¡qué horrible “aleluyón”!).
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo digo “gato-tonto”; dices tú “listo-cobarde”. Proporcionalmente, entonces, “gato” es a “listo”, como “tonto” a “cobarde”. Luego, si hemos renunciado al “gato”, también lo hemos hecho al “listo”. Es decir, nos queda un “tonto-cobarde”. ¡Son nuestros días! (perdón por la recurrencia). Menos mal que aún existe gente como tú que no quiere dejar de ser “gato”, que no puede renunciar a su “vocación” de altura.
ResponderEliminarGracias siempre, Betty B., por tus palabras.
Un saludo.
Yo no quiero dejar de ser "gata". Las cosas como son.
ResponderEliminarUn saludo amable y cordial, espero que no le importe la corrección:-).
No, no me importa la corrección. Pero yo hablaba de “gato” como especie, no como “miembra” de la especie, no como individuo (perdón, pero “individua” tiene una acepción despectiva que confunde) de la misma.
ResponderEliminarUn beso, querida Betty B.
Y yo que soy un poco tonta no renuncio a subir, aunque tenga miedo a caerme.Mucho.Aunque siempre confío en Luis,sea quien sea, como una instancia superior a mí que me ayude pese al tambaleo.
ResponderEliminarUn beso.
Entonces no eres tonta, sino “gato tonto”, que es lo que hay que ser, humanamente, para tener la voluntad aunque a uno lo devore el miedo (no somos enteramente ángeles). Los tontos a secas se quedan al pie del árbol y sólo comen saltamontes (siempre que no salten mucho, claro), que son proteínas de baja calidad.
ResponderEliminarUn beso, mi Señora Doña Ana (la verdad es que el ósculo y el tratamiento no pegan mucho, quedaría mejor “a sus pies” o algo parecido).
Me gusta tu "fábula" y su moraleja. Evidentemente, la vida sin riesgo no es vida, y el miedo forma parte de nosotros. Ahora bien, el riesgo por el riesgo tampoco tiene sentido. Es como los chiflados que hacen "puenting". Si me subo a un árbol (y tengo muchísimo miedo a subirme a un árbol) ha de ser por una causa que justifique los futuribles vértigos. Por ejemplo, salvar a mi gata, que le ocurre a menudo lo que al gato de tu historia. O, tal vez, gozar de mejores vistas. Pero si me voy a romper la cabeza, necesito saber por qué me la voy a romper, un mínimo de consciencia previo al desastre.
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo creo que muchos no son ya ni gatos ni la segunda parte. Se me ocurren una de insustanciales...
ResponderEliminarUn abrazo.
POSDATA: "Curso de Iniciación a la Escritura Poética", Servicio de Publicaciones de la UAH, Alcalá de Henares... ¡Pero tú no lo necesitas en absoluto, faltaría!
Más abrazos
Estoy de acuerdo por supuesto contigo, Juan Manuel: el riesgo por el riesgo es una insensatez. Sin embargo, yo quería referirme no tanto a ese tipo de temeridad, como al arrojo del pensamiento: ese querer ir más allá, aunque uno haya de sumirse en la “noche oscura” de la incertidumbre.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita y tus palabras.
Un abrazo.
Siempre estoy aprendiendo, Francisco, por lo tanto simpre estoy "necesitado".
ResponderEliminarUn abrazo y muchas gracias por tu comentario.
Sí, yo hablaba también en ese nivel metafórico. En ese sentido, el arrojo del pensamiento puede correr el riesgo de convertirse en temeridad de pensamiento y llevar a la locura, que, como decía Chesterton, no es la pérdida de la razón sino un exceso desorbitado de razón, o la razón girando sobre sí misma.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muy acertadas, como siempre, sus palabras. Creo que, además, influye el factor de la edad: que atolondramiento y arrojo gatunos disminuyen con la edad es un hecho.
ResponderEliminarUn saludo.
Perdona, Juan Manuel, no te había entendido adecuadamente. Vuelves a tener razón. Tú y Chesterton, desde luego. Aunque la locura, desde Don Quijote al menos, tiene un punto de inevitable seducción para el alma. Robo de Calderón y de su "Agradecer y no amar" el modo como yo lo diría:
ResponderEliminar"Algún cuerdo trocaría
el juicio por tal locura"
Muchas gracias de nuevo.
¡Ja, ja, ja...! Amigo Hernán, habéisme hecho polvo con vuestra certera apostilla. Si hablaros he de mi edad, confieso que es de muy grave mensura. Caigo, pues, mal que me pese, en red de la necedad a que tanto acometía.
ResponderEliminarSólo me salva recordar que aquel gato era más pollo que abuelo. Puede pues que no se cumpla siempre, con el rigor que decís, la gatuna compañía entre la edad y el arrojo.
Gracias por tu comentario y un abrazo.