Si yo fuese un bonobo, sería un individuo feliz y bienquisto que cosecharía aplausos y reconocimiento de los ejemplares humanos más progresistas y solidarios de nuestros días. Es más, si yo acudiese a ellos para denunciar alguna violación de mis derechos inalienables en condición de gran simio, merecería su comprensión y complicidad inmediatas. Probablemente, una manifestación con pancartas y pegatinas de colores chillones, que me gustarían muchísimo (de ser bonobo, se entiende); o, por lo menos, una concentración frente a algún parque zoológico ilustre, que provocaría considerables pérdidas económicas en la cárcel-animal de que se tratara.
Pero no soy un bonobo. Soy un mono desnudo, un bípedo implume con “inclinaciones sospechosas”. Por ejemplo, me gusta el silencio, el circadiano respeto a los intervalos sonoros del día, el sigilo con que la vida expande su esplendor sobre la naturaleza. ¿Hay algo más silencioso que un bosque?... Los sonidos allí son como relámpagos armónicos; un testimonio cuidadoso de advertencias o alertas, no una invasión del reposo del aire. Nosotros inventamos el estruendo, la técnica monstruosa de los altavoces, los bafles demoníacos capaces de convertir la serenidad en un atentado al equilibrio de las almas. Y por si fuera poco, simultáneamente inventamos el verano como un desbordamiento de las ciudades. Me he tirado toda la tarde-noche aguantando a una "corte de becerros" que competían en un parque cercano para hacerse con los laureles de un premio consistente en 1000 € y un curso gratuito en cierta “escuela de música”. Lo último no me extraña, desde luego; pero todavía no sé por qué tengo yo que cerrar las ventanas (inútilmente, por cierto) para intentar proteger mi derecho al silencio; ni por qué tengo que privarme de la amable algarabía de los vencejos al atardecer; ni por qué debo renunciar a la asfixiada protesta de las cigarras en los árboles… No sé a qué malformación genética pueda deberse esta obsesión por convertir los espacios públicos en desmesurada prolongación de espectáculos privados, en obligación común de asistir a ellos, quieras que no, te apetezca o te repela.
Estoy convencido de que cualquier bonobo me daría la razón. Así que, dado su mayor reconocimiento social, creo que lo mejor será hacerme un trasplante de pelo y fundar el partido GBS (Gran Bonobo Silente). Seguro que así el derecho al silencio se convierte en ideal de progreso y nos dejan en paz a los bonobos y a mí; a ellos para que puedan entenderse con Johnny Weissmuller y a mí para que las tardes de vencejos en verano no sean en sesión de cine mudo.
Cómo te comprendo, Antonio. El silencio, ese bien preciado. Aquí en Cercedilla también tenemos una escuela de música (es un decir) que, no sólo no ha producido ningún talento sino que podríamos catalogarla como fábrica de armas de destrucción masiva. Y es que hay padres que deberían regalarle a sus retoños un tren eléctrico (como se hizo toda la vida) y no una guitarra eléctrica. Una guitarra eléctrica, a no ser que esté en manos de Eric Clapton o similares, es algo que me come muchísimo la moral. Y lo peor es que en verano aflora todo eso. Y lo peor es que esto no ha hecho más que empezar. Y no hablemos de los que les da por la percusión étnica. Si fundas el GBS, yo me apunto. Precioso texto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias, Juan Manuel. Tu “solidaria comprensión” alienta mi entusiasmo por esta “marginada empresa”.
ResponderEliminarRespecto a tu incorporación al GBS, no sé cómo andarás de pelo. La espalda es fundamental porque generalmente es punto débil para el “homo sapiens”. El trasplante puede salir caro; a lo mejor, basta con una toquilla negra: se puede cardar la lana y no se nota apenas. Si tienes problemas, no dudes en avisarme.
Un abrazo, copaciente amigo.
P.S.: Con tu permiso, quiero añadir una nota aclaratoria para posibles adhesiones:
El fundador del GBS (o sea, yo) cuenta en la memoria de sus más entrañables amigos y confidentes con personajes como Moni, Raspa, Groucho, Kira, Linda y Rama (éste de modo especial por su inteligencia); respectivamente, un mono (un macaco cara-azul), dos gatos y tres perros. Hubo más, que me callo para no abrumar con mi amor a los animales (no a “la animalidad” ni a la utilización fariseícamente política de su condición biológica). Dicho sea para evitar indebidas suspicacias.