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La felicidad no es un anticiclón de días luminosos que nos viene a la vida merecidamente. La felicidad, como todo lo que al hombre se refiere, es un esfuerzo, un empeño tenaz porque madure. La felicidad es oficio de horticultores y campesinos del alma, de gente que toma la tierra que tiene y la limpia y la abona; y la siembra y la riega; y protesta por el pedrisco o la helada del suceso adverso, pero sigue mimando el haza que esforzadamente ha arado y la semilla que dejó en su entraña.
Cuando es posible el territorio (lo que no siempre ocurre: hay demasiada gente en el mundo que no tiene tiempo para pensar si es feliz porque lo único que se le permite desear es ver amanecer el día siguiente), cuando tenemos la suerte de disponer de su posibilidad, hay que cuidarla a pesar de la corte inevitable de sus variopintas infelicidades. Y esto es lo que no queremos; esto, lo que rechazamos de plano: deseamos una felicidad sin concesiones al disgusto o la contrariedad, pretendemos el día luminoso siempre; queremos su perfección. Es curioso el mercadeo que nos traemos los hombres con esto de la perfección. Cuando se trata de dar, no existe; cuando de recibir, negamos que no exista. Siempre estamos dispuestos a decir “no soy perfecto” para justificar una metedura de pata, para limar las asperezas de una negligencia o de una debilidad. Pero ante la felicidad, como ante la libertad, nunca. Aquí no hay irregularidades que valgan: la felicidad tiene que ser redonda porque la perfección lo es. La consecuencia es que muchos de los que disponen del territorio lo abandonan porque hubo tormenta y granizo inesperados o porque heló en primavera y se arruinaron algunos brotes tiernos. Luego van al psiquiatra.
Hay tragedias que rompen la vida de los hombres en todos los rincones del mundo con o sin territorio de viable felicidad. Ni por lo más remoto me refiero a ellos. Hablo de la acomodada intransigencia de los decadentes, de los egoístas, de los que piensan que tienen derecho a una felicidad perfecta sin conmover un solo pálpito de su corazón, de los que olvidan el inmerecido lujo que recibieron de poder hacerla posible. Hablo de no menospreciar la tierra que se halla ni de convertirla en un solar de escombros.
Hablo de exigir un poco más de nosotros y un poco menos a la felicidad.
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Cuando es posible el territorio (lo que no siempre ocurre: hay demasiada gente en el mundo que no tiene tiempo para pensar si es feliz porque lo único que se le permite desear es ver amanecer el día siguiente), cuando tenemos la suerte de disponer de su posibilidad, hay que cuidarla a pesar de la corte inevitable de sus variopintas infelicidades. Y esto es lo que no queremos; esto, lo que rechazamos de plano: deseamos una felicidad sin concesiones al disgusto o la contrariedad, pretendemos el día luminoso siempre; queremos su perfección. Es curioso el mercadeo que nos traemos los hombres con esto de la perfección. Cuando se trata de dar, no existe; cuando de recibir, negamos que no exista. Siempre estamos dispuestos a decir “no soy perfecto” para justificar una metedura de pata, para limar las asperezas de una negligencia o de una debilidad. Pero ante la felicidad, como ante la libertad, nunca. Aquí no hay irregularidades que valgan: la felicidad tiene que ser redonda porque la perfección lo es. La consecuencia es que muchos de los que disponen del territorio lo abandonan porque hubo tormenta y granizo inesperados o porque heló en primavera y se arruinaron algunos brotes tiernos. Luego van al psiquiatra.
Hay tragedias que rompen la vida de los hombres en todos los rincones del mundo con o sin territorio de viable felicidad. Ni por lo más remoto me refiero a ellos. Hablo de la acomodada intransigencia de los decadentes, de los egoístas, de los que piensan que tienen derecho a una felicidad perfecta sin conmover un solo pálpito de su corazón, de los que olvidan el inmerecido lujo que recibieron de poder hacerla posible. Hablo de no menospreciar la tierra que se halla ni de convertirla en un solar de escombros.
Hablo de exigir un poco más de nosotros y un poco menos a la felicidad.
...y agradecerla y reconocerla cuando viene. Aunque sea en unas pocas líneas, dejar constancia de su "roce tangencial" (por ponerlo en palabras mejores que las mías:-)porque mucho más tampoco debe esperarse.
ResponderEliminarQué bien, tienes toda la razón. Ya casi tengo ganas de estar en desacuerdo, sabes que me gusta.
Un beso, Antonio.
De la tierra que tienes, Olga, nacía tu alegría el otro día y en ella está la sembradura de tu felicidad. Así que… ¡al “curro”!: es toda una obligación.
ResponderEliminarUn beso, y gracias por estar de acuerdo; aunque yo “siempre tengo razón” (es broma, naturalmente).
A veces uno es feliz y se siente como si hubiera defraudado al fisco... No somos como los dioses, que beben ambrosía y son felices siempre, incluso cuando se aburren. Estamos encarnados en el tiempo, que nos lo quita todo. Me pregunto si la felicidad encarnada en el tiempo, esa migaja de los dioses, la podríamos llamar "alegría"... Alegría es lo que me viene al leer esta entrada. Amén, Antonio.
ResponderEliminarUn abrazo.
Los dioses a que te refieres, Juan Manuel, no eran felices porque una felicidad como ésa, tan uniforme y estable, no se nota nada; pasa tan desapercibida como el aire que nos entra y sale de los pulmones. Por eso, sin duda, necesitaban las exuberantes dosis de adrenalina de sus trapacerías olímpicas. Algo así debió de ocurrir con Adán y Eva que, a lo tonto y por tontos, por no darse cuenta de lo “requetefelices” que eran, se metieron en un follón del que todavía seguimos rindiendo cuentas.
ResponderEliminarFuera de mitologías y simbólicas hermenéuticas, lo cierto es que somos los únicos animales que tenemos la obligación de la felicidad, la de los demás es la simple satisfacción; nosotros estamos un peldaño más arriba. Hay otro por encima de éste. Pero ahí, como a Dante, le faltan fuerzas a la fantasía.
Muchas gracias y un abrazo.
Retomo la conclusión de tu artículo como inicio: "Hablo de exigir un poco más de nosotros y un poco menos a la felicidad." El mayor problema no creo que sea ese, ni tampoco los que enumeras en el texto (siendo muchos de ellos más que obvios, sin duda), sino la exigencia externa y acuciante de experimentar la felicidad, la felicidad de cualquier tipo, la felicidad "verdadera" (cada uno propone sus parámetros) o la felicidad "falsa", pero al cabo LA FELICIDAD, con mayúsculas.
ResponderEliminarEl caso es que se nos obliga a "ser felices", la media de lo humano se construye tomando como referencia casi única la medición de esa vara, y poco importa el matiz de su tipología: si el modelo constituye una felicidad estática e inalcanzable, ya vendrá la realidad a contradecirnos; si se trata de construir felicidad en acto, ya vendremos nosotros mismos a constatar lo inane del esfuerzo, ya pronto palparemos la inexorable demolición de todo lo que producimos.
Yo reivindico todas y cada una de las libertades, así que también reclamo la libertad de no ser feliz y de no querer encontrar ni construir ningún tipo de felicidad, por lejos de los percentiles de búsqueda y satisfacción que se encuentre esa postura.
Un abrazo muy fuerte,
Francisco
En primer lugar, Francisco, gracias por la atención que siempre dedicas a mis entradas.
ResponderEliminarEn segundo lugar, esperaba algún “disidente” porque si no, la “felicidad” me iba a quedar bastante sosa; es más, estaba convencido de que si pasabas por aquí, tú eras uno de sus más firmes candidatos: naturalmente, de leernos, nos vamos conociendo el alma. Si será cierto lo que digo, que anoche pensé una segunda parte de esto que “ahora hablamos…” Ya es una obligación. Veré si puedo esta noche. De momento, quédense en alto las espadas como en el quijotesco episodio del vizcaíno.
Hasta entonces, gracias de nuevo; y un fuerte abrazo, mi admirado contestatario.
Vizcaíno o Quijote quedo, a la espera de Cide Hamete jejejeje
ResponderEliminarUn fuerte abrazo,
Francisco