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Dos años

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Hoy no he tenido ganas de casi nada en todo el día. Unas pocas, las normales, ésas que son prolongación de la costumbre, escama que se deja caer desde la piel del alma. Ya sabes tú por qué me pasaba eso; qué no querido recuerdo tenía hoy que ocuparme las rendijas capitales de las horas.

Por aquí… Qué te voy a contar que tú no sepas. He ido a trabajar, naturalmente. He visto un mirlo correteando por el jardín. Me he fijado en los brotes, ya casi entusiastas, de los árboles. He leído algo, casi nada: tres o cuatro tontadas sobre Kant. Pero he sentido mucho. Frío también; tal vez porque los días de memoria malintencionada hacen todo lo que pueden por ser desapacibles.

Ayer comimos en casa. Lo ves: sigo diciendo “en casa”, aunque hace ya más de treinta años que ese lugar, ese “en”, no es refugio de mis malos días ni cobijo de mis muchas noches. Tú seguías sin estar. Qué manía, qué empeño de no hacer lo que fue siempre. Y es que sólo me dejas hablar contigo por teléfono. A las once, ya muy tarde, mientras cenan tus nietas y me espera Charo… Mientras yo preparo las cosas para ese mañana que aún sigue siendo otro después. Sólo entonces…, aunque los dos sepamos que la línea está cortada y que nos sobran, hace mucho –dos años hoy–, los cables y las centralitas.

No quería escribir, sino escribirte. Cuando los nombres se van, sólo nos quedan los pronombres. Con el tiempo, uno acaba por verlos como la fuga musical que nos deja la gramática en el alma, esa morfología de tristeza irreversible.

Un fortísimo beso, mamá.
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