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Es el cielo el que se adorna con antojos que nos superan. Nosotros inventamos el me-da-la-gana; y el cielo el pero-qué-tontos-sois. Nosotros invadimos la infinitud con teorías y maquinarias; y la infinitud nos desarmó siempre con sus raras voluntades y extraordinarios espectáculos. Detrás de una corbata, o del cuello abierto de una camisa a cuadros, no hay ni un dios ni su posibilidad, sólo su pretensión soberbia. Si no fuera tal, si se tratara de una pretensión humilde, no habría nada que objetar. Porque la humildad que pretende un sueño sólo quiere parecerse a la grandeza de su intento. La otra, la ensoberbecida, aspira a sustituirlo, sueña con suplantarlo.
Antes del homo sapiens, circuló por nuestro poco mundo el homo faber. Este hacedor de cosas, que le consentían vencer a las bestias que lo aterrorizaban, nos dejó un sello genético imborrable. La historia de la filosofía fue el loco intento de derrotar su dominación. Tuvo, claro está, sus luxaciones teóricas: la engreída vanidad de la palanca de Arquímedes; el conocer para dominar tan de Francis Bacon, tan de Galileo incluso; el presuntuoso demonio de Laplace, que no era nada más que un realquilado del mecanicismo… Y a partir de la revolución industrial, la luxación de la filosofía, de la curiosidad y la admiración generosamente teóricas de la filosofía, se volvió rotura irreparable de la columna vertebral del hombre. El homo faber triunfó, el hacedor de prodigios nos inundó con su tecnología y nos avasalló con sus certidumbres. Todo se puso a su servicio descaradamente. Hasta el bien, que compró su condición mendigando monedas a la eficacia. Hasta la ciencia, que, cuando pretendió ser otra cosa, se vendió como caricatura de sí misma y se convirtió en ciencia-ficción. Y el homo faber enarboló el milagro más allá de su divinizada posibilidad: construyó una perfección tecnológica sobre cimientos de nada. Nada moral, nada humano, nada cósmico; nada, ciertamente, divino.
Hoy ha atardecido un sol perezoso entre nubes. Débilmente luminoso; cansado aparentemente; acostumbradamente solo. Tan solar melancolía me ha llevado a buscar noticias suyas. De una en otra, he llegado a la rabiosa voluntad que escupió en el vacío nuestro pasado 19 de abril. Y de nuestro pasado abril, al lejano septiembre de 1859; y de tan lejano entonces, a Richard Carrington... Dicen en la NASA que antojos solares de tal envergadura nos dejarían a oscuras hasta la destrucción de las vanidades tecnológicas del homo faber. Nuestros cimientos de nada no son capaces de soportar una tormenta solar en condiciones. Lo peor es que algunos auguran su inevitable inminencia. Ni pandemias de cerdo, ni vertidos o amenazas nucleares, ni cambios climáticos, ni crisis económicas orquestadas en barrio de trileros: un periódico cabreo del sol y… ¡punto y aparte!
¡Tanto pragmatismo para descubrir que el hacedor de prodigios sólo sirve para destruir su doméstico paraíso o diagnosticar la enferma consistencia de su frágil fortaleza!
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Es el cielo el que se adorna con antojos que nos superan. Nosotros inventamos el me-da-la-gana; y el cielo el pero-qué-tontos-sois. Nosotros invadimos la infinitud con teorías y maquinarias; y la infinitud nos desarmó siempre con sus raras voluntades y extraordinarios espectáculos. Detrás de una corbata, o del cuello abierto de una camisa a cuadros, no hay ni un dios ni su posibilidad, sólo su pretensión soberbia. Si no fuera tal, si se tratara de una pretensión humilde, no habría nada que objetar. Porque la humildad que pretende un sueño sólo quiere parecerse a la grandeza de su intento. La otra, la ensoberbecida, aspira a sustituirlo, sueña con suplantarlo.
Antes del homo sapiens, circuló por nuestro poco mundo el homo faber. Este hacedor de cosas, que le consentían vencer a las bestias que lo aterrorizaban, nos dejó un sello genético imborrable. La historia de la filosofía fue el loco intento de derrotar su dominación. Tuvo, claro está, sus luxaciones teóricas: la engreída vanidad de la palanca de Arquímedes; el conocer para dominar tan de Francis Bacon, tan de Galileo incluso; el presuntuoso demonio de Laplace, que no era nada más que un realquilado del mecanicismo… Y a partir de la revolución industrial, la luxación de la filosofía, de la curiosidad y la admiración generosamente teóricas de la filosofía, se volvió rotura irreparable de la columna vertebral del hombre. El homo faber triunfó, el hacedor de prodigios nos inundó con su tecnología y nos avasalló con sus certidumbres. Todo se puso a su servicio descaradamente. Hasta el bien, que compró su condición mendigando monedas a la eficacia. Hasta la ciencia, que, cuando pretendió ser otra cosa, se vendió como caricatura de sí misma y se convirtió en ciencia-ficción. Y el homo faber enarboló el milagro más allá de su divinizada posibilidad: construyó una perfección tecnológica sobre cimientos de nada. Nada moral, nada humano, nada cósmico; nada, ciertamente, divino.
Hoy ha atardecido un sol perezoso entre nubes. Débilmente luminoso; cansado aparentemente; acostumbradamente solo. Tan solar melancolía me ha llevado a buscar noticias suyas. De una en otra, he llegado a la rabiosa voluntad que escupió en el vacío nuestro pasado 19 de abril. Y de nuestro pasado abril, al lejano septiembre de 1859; y de tan lejano entonces, a Richard Carrington... Dicen en la NASA que antojos solares de tal envergadura nos dejarían a oscuras hasta la destrucción de las vanidades tecnológicas del homo faber. Nuestros cimientos de nada no son capaces de soportar una tormenta solar en condiciones. Lo peor es que algunos auguran su inevitable inminencia. Ni pandemias de cerdo, ni vertidos o amenazas nucleares, ni cambios climáticos, ni crisis económicas orquestadas en barrio de trileros: un periódico cabreo del sol y… ¡punto y aparte!
¡Tanto pragmatismo para descubrir que el hacedor de prodigios sólo sirve para destruir su doméstico paraíso o diagnosticar la enferma consistencia de su frágil fortaleza!
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Y yo inmersa entre arte y "vanidad de vanidades"...
ResponderEliminarDesde este lugar priviligiado Basilea,un beso con arte.
Mucho mejor la vanidad del arte, Veridiana, que la de la técnica, que es un “deus ex machina” literal. El artista de Altamira vivía por sí mismo; nosotros, sin embargo, como nos quedemos sin electricidad durante un par de meses, nos quedamos sin civilización.
ResponderEliminar¡Menudo deambular el tuyo! ¡Ahora Basilea! A lo mejor te encuentras por allí al “caminante y su sombra; o, por mejor decir, a la sombra de ese caminante que fue Nietzsche.
Un beso solar.
P.S. En cualquier caso, hay que reconocer la aterradora estética de los enfados del cielo.
Es una estética entre apocalíptica y alucinógena. Es un peligro hermosísimo ese sol nuestro, tan intratable;-)
ResponderEliminarDe todas formas, lejos de la filosofía y la ciencia, creo que fueron los Mayas (no lo sé, no estoy muy al tanto) los que pronosticaron el fin del mundo en el 2012, por un tormenta o cataclismo o algo así. Se le inflaman los vapores a un ser cósmico y no deja nada que filosofar. En esa mecánica celeste no tenemos ninguna importancia. Y, sin embargo...
Si todo desaparece y no hay memoria, ¿habrán tenido importancia los versos más hermosos,las catedrales, los cuadros, nuestro pequeño mar y todas esas cosas que nos gustan? Yo creo que sí, de alguna manera. Si existe Dios, tal vez su naturaleza es un infinito archivo de recuerdos del hombre, donde nada se pierde del todo ni existió para nada ni va a ninguna parte.
Qué cosas me haces decir;-)
Un beso tormentoso.
…Pues me alegro de escribir sobre estas acidosis mías si ello te hace a ti decir “cosas” como las que dices: está muy bien la consideración divina como “infinito archivo de recuerdos...” Y tampoco está de más, Olga, que tengamos presente el carácter provisional de nuestras “grandezas”. Ahí tenemos, mejor dicho, “ahí no tenemos”, los Jardines Colgantes de Babilonia, el Templo de Artemisa en Efeso (ése que se cargó un delirante pirómano a quien dediqué una entrada hace tres años), el Coloso de Rodas, el Faro de Alejandría... Y otros muchos probables etcéteras de los que no nos queda ni nombre ni noticia; o, a veces, sólo noticia platónica de su nombre como ocurre con la Atlántida.
ResponderEliminarEn cualquier caso, no quería yo con esta entrada circular a rebufo de los dichosos catastrofismos del 2012. Tampoco de los mayas, claro está. Como en otras muchas ocasiones, me lamento de la sobrecarga técnica y eficaz de las “sabidurías presentes”. Sobre todo porque la hipérbole de su poderío es en el fondo bastante vulnerable. Además de sabiduría técnica, el hombre es sabiduría teórica (contemplativa) y sabiduría práctica (moral). El fin de la primera es la confortabilidad; el de la segunda, la trascendencia de su admiración; y el de la tercera, la felicidad. En mi opinión, las dos últimas llevan trescientos años de retraso con respecto a la confortabilidad; cenicientas de ésta lo único que hacen es barrer los sótanos de la “descerebración” creciente y del pragmatismo ego-hedonista.
No me enrollo más. Gracias siempre y un beso luminoso (o "iluminado").
Somos muy poquita cosa al lado del sol... y sin embargo, a veces brillamos. Instantáneamente.
ResponderEliminarSaludos.