Esta mañana olían las calles a
cielo gris y roto sobre la tierra. Llovía sin la mansedumbre melancólica con
que solemos pensar la lluvia; llovía con rabia, como si el amanecer fuera un
quijote enloquecido prodigando cuchilladas a los pellejos tintos del día
encapotado. No sé qué pasa con el tiempo que últimamente anda tan irascible,
tan dispuesto a enfadarse con el mundo y comportarse tan groseramente. Si hace
calor, incendia y arrasa; si llueve, arrasa y desborda; si es primavera, cierra
pulmones y reparte asmas; si invierno, estrena virus letales de enfermedades viejas…
No sé qué pasa con el tiempo.
Tampoco con el hombre ni con el mundo, este mundo y este hombre tan extraños.
Después de diez mil siglos paseando una exótica verticalidad sobre el planeta,
la única constante que uno advierte en él es la nostalgia de sus cuatro patas.
Exagero, probablemente exagero; sin duda, porque ‘no sé’, porque soy un
ignorante incapaz de advertir norte y sentido a su voluntad, o al disfraz de su
voluntad. Siempre creí que el hombre ‘se levantó’ para hacer ‘algo’, pero cada
vez me cuesta más trabajo creerlo.
No sé qué pasa con el tiempo, sea
el de los telediarios y las borrascas o el de las crónicas y los relojes. Ni
con el hombre ni con el mundo. Tampoco sé lo que pasa con España; ni qué es
España ni si mereció la pena alguna vez creer saberlo. Aunque lo que me
preocupa no es la certidumbre de que yo no lo sepa, sino la sospecha de que no
la sabe nadie. Nación, patria, estado son conceptos de difícil asentamiento entre
nosotros. Aquí lo que hay son ‘cortijos’ –en realidad los hubo siempre–, pequeñas
oligarquías secularmente ejercitadas en la didáctica del “amén” de sus ‘súbditos’,
disciplinados hasta el hastío histórico en tal aprendizaje.
No sé qué pasa con el tiempo, ni
con el hombre ni con el mundo ni con España. En realidad, lo único que sé es
que hoy ha llovido rabiosamente como si el cielo se rompiera y no “callada y
mansamente”, a lo Rosalía, que es lo que ocurre cuando el dolor de lo inevitable.
La rabia, sin embargo, es consecuencia de lo que pudimos evitar y no supimos –o
no quisimos– hacerlo.
Tal vez el tiempo –el de los
telediarios y las borrascas o el de las crónicas y los relojes– pueda también tener mala conciencia.
28 septiembre 2012
Tiene una pena el tiempo, Antonio. Tiene una pena escondida, un dolor, un desengaño. Se ha enfadado el viento y ha embravecido la mar y ha agitado las aguas de la ira causando mas dolor y angustia si cabe a este pueblo disgustado que parece que no ha tocado fondo todavía.
ResponderEliminarTodo esto da pena y causa temor.
Un beso triste
¿Pena…? Sí, más pena que cualquier otra cosa: tal parece que nuestros últimos cuatrocientos años no han hecho sino perpetuar, generación tras generación, indecencias parecidas entre similares miserias.
ResponderEliminarUn beso