La constante de gravitación
universal es un dígito inquietante que al 90% de la población humana no le
inquieta lo más mínimo. Probablemente por eso resulta tan fundamental. Su valor
no es fácil de recordar, lo que, de entrada, hace comprensible que a la inmensa
mayoría se le dé una higa su conocimiento. Su importancia, sin embargo, es
capital, lo que pinta de estupor que a tantos desmerezca tanto. Porque si 6,67392×10-11 hubiera sido tímidamente
superior o modestamente inferior a tan rara cuantía, ni el que pergeña estos
renglones ni los poquitos que los leen –o los muchísimos que jamás lo harán–
tendrían espacio donde haber vivido ni tiempo que dedicar a no apreciarlo.
Pero, claro, esto es diletantismo puro y duro: después de todo, los días y las
noches de nuestra escurridiza existencia están llenos de cosas más importantes.
La constante de estupidez
universal es aún más ignorada. Sabemos que es una constante porque
sistemáticamente emerge en la conjunción de millares de pensamientos históricos.
Las tonterías más grandes del ser humano se repiten con una infinita
coincidencia empírica. Los griegos –los antiguos, quiero decir– se aproximaron a
su descubrimiento con aquello del "eterno retorno", pero les faltó el
ánimo pitagórico para matematizarlo. Hasta la modesta sabiduría popular de
nuestros proverbios se atrevió a una vaga interpretación: el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra...
Y poco más. En consecuencia, no la conoce nadie: nos falta el Cavendish de su
definición. De ella, apenas tenemos intuiciones imprecisas, datos no
cuantificados, hechos que sin la definición de un dígito no van a ninguna
parte.
Sólo queda una triste conclusión: si aquélla, que nos consiente vivir, importa poco; ésta, que nos amarga el ser, no importa nada. Y debería hacerlo porque sólo lo que se conoce se domina. Y el hombre, que ignora la gravitación estúpida de sus ideas, está condenado a reproducir la anónima imbecilidad de un mono en la infinitud de la noche.
Sólo queda una triste conclusión: si aquélla, que nos consiente vivir, importa poco; ésta, que nos amarga el ser, no importa nada. Y debería hacerlo porque sólo lo que se conoce se domina. Y el hombre, que ignora la gravitación estúpida de sus ideas, está condenado a reproducir la anónima imbecilidad de un mono en la infinitud de la noche.
Te falta añadirle al refrán, Antonio, "que el hombre es el único que sabe que es la misma piedra." Sin embargo no le sirve de nada porque, estoy contigo, en que no le importa en absoluto. Es evidente que le gusta repetirse. Y eso es lo que viene haciendo y mucho me temo que continuará porque al final, la verdad, es que no es tan inteligente.
ResponderEliminarUn beso
Hace años, Susi, estudiábamos qué era, e incluso pretendíamos medir, eso que llamábamos "inteligencia". Lo que son las cosas, después de tan innecesario esfuerzo, la única "constante" que uno encuentra es justo la de su contrario...
ResponderEliminar"Después de todo, todo ha sido nada..." ¡De modo inevitable me viene a la memoria el verso triste de José Hierro!
Gracias por tu visita.
Un beso.