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Mostrando entradas de 2023

Los hielos de Antenora

  También en la mitología hay segundones, personajes de poco relumbre que han pasado por las narraciones con más pena que gloria, aunque originariamente parecieran pretender más la segunda que la primera. Tal es el caso de Antenor, un anciano troyano que, siendo consejero del rey Príamo, en la guerra de Troya quiso mediar para dar solución pacífica al conflicto; sin embargo, su antigua amistad con los griegos facilitó que relatos posteriores lo convirtieran en traidor a su ciudad por complicidad con aquéllos. Tan es así que Dante se sirvió de su nombre en la Divina Comedia para designar el segundo sector del noveno y último círculo del Infierno: Antenora, un lago de hielos eternos con cuerpos sumergidos hasta el pecho. Aquí sitúa el poeta los traidores a la patria y al partido, como Bocca degli Abbati que traicionó al suyo, los güelfos, en un combate con los gibelinos y Buoso de Duera que se vendi ó a los franceses de Carlos de Anjou cuando iban a enfrentarse a los gibelinos. Muy cerc

Metáforas en el cielo

Imagen capturada del cúmulo de estrellas Herbig-Haro 46/47 (nebulosa de Pelícano, en la constelación El Cisne) por el telescopio espacial James Webb de la NASA y publicada el 26 de julio. Creo haber recogido alguna vez este interrogante con que abre Heidegger el Capítulo I de su "Introducción a la Metafísica": ¿Por qué es en general el ser y no más bien la nada?  Durante siglos fue la pregunta fundamental de la filosofía. Últimamente no; últimamente la filosofía parece haberse desmoralizado ante la ausencia de respuestas incontestables y acomplejado frente a la estelar eficacia de las de la ciencia emp írica . Lo que no deja de ser una cobardía y una renuncia imperdonables porque, en realidad, lo característico de tan antiguo saber siempre fueron las preguntas sin respuesta. Decía Ortega, nuestro Ortega, que a nadie quita la sed saber que no podrá beber. Tal era la naturaleza de la filosofía: una pregunta que sab ía que nunca llegar ía a responderse. La foto que encabeza es

Las hojas verdes

  Todav ía e s tiempo de arrogantes hojas, de su amable sombra sobre las calles que aún les consiente el hombre. Se pasan el día engalanando el lugar que las acoge: ese tronco ─ recio, arrugado, envejecido ─ de algunos jardines que ha aguantado las heladas y soledades del invierno. Vienen de lejos, de muy lejos, del hondo corazón de la tierra al que viajaron cuando octubre les hizo las maletas de otoño. Volvieron luego, de verde-claro, en primavera. Y aprendieron a escribir de nuevo los párrafos que el sol iba dictando. Ahora, en esta primera madurez de empezar a no ser jóvenes, a ún alegran la austera residencia de sus ramas. Y alivian la asfixia de las calles en los mediodías de estío. Bajo ellas se detienen los paseantes; hablan entre s í, presentan a un familiar o a un amigo que ha venido de otro lugar a visitarlos. La sombra de esas hojas vuelve a hacer del verano una estación de encuentros en vez de esa locura de distancias y desencuentros en que nosotros solemos convertirlo.

La cigarra y la hormiga

  Ha tenido la culpa una chicharra enloquecida que se ha pasado la tarde cantando la ardiente pasión de la Niña Chole... Del verano, quiero decir. Las recojo del suelo, donde nadie las quiere, donde quedan absurdas, desprendidas del disfraz de las horas; hebras de una sonrisa o de un enfado, de un momento común… Cualquier anécdota. Las recojo y las guardo en refugios del alma. Almaceno su historia sin hazaña ni empresa, su renglón de humildad desconcertante. Almaceno el residuo de esas horas para pasar el tiempo que me queda –el invierno que aguarda después de este verano– y tener otra vez su risa, su mirada, su forma de decirme “buenos días”, de sentarse y hablar, de escoger un silencio y hacer que no lo sea, de volver prodigioso el momento común que el mundo olvida. Las recojo y las guardo con ternura indecible en este subterráneo rincón de la memoria. Otros hay que se quedan con el tiempo –su telar luminoso, su estricta indumentaria–. Y lo cantan y viven y acarician, y des

Breve consideración para los días náufragos

  Aseguraba Nietzsche, defendiendo el estilo aforístico que tan espléndidamente dominaba, que su ambición era “decir en diez frases lo que todos los demás dicen en diez libros”. La concisión exige limpieza del juicio y sometimiento de la palabra a cambio de brindar precisión en la sabiduría. Por lo general no se cultiva en exceso. Gusta más bien lo contrario. Muchos políticos son un acostumbrado ejemplo; pero también, un común cotidiano de farsantes o fidelidades confusas. Hablan mucho y dicen muy poco; siembran lealtades, pero abonan traiciones. Manieristas del verbo, embaucadores, expertos en la caricia de las rapaces... Mala gente que proclama lo que no hace y pone en almoneda, como muebles viejos, los m ás gallardos valores. Curiosamente, a veces, la pretensión nietzscheana la descubrimos cumplida a pie de pueblo, quiero decir, de la mano del pensamiento anónimo en refranes y adagios, abarcando mucho con muy pocas palabras y desvelando verdades incontestables en elegantes conclusi

Zeuxis, Parrasio y las urnas

  Es una historia bastante conocida. La refiere Plinio el Viejo en el libro XXXV de su Historia Natural , la recoge también en su Estética Hegel. Nos habla de una especie de competición entre dos afamados pintores de la antigüedad: Zeuxis y Parrasio (o Praxeas). Ambos vivieron en la Grecia espléndida de los siglos V y IV, ambos gozaban de una mano maravillosa que jugaba con la luz y los volúmenes hasta lograr efectos de un realismo extraordinario; un realismo que, como todo realismo, siempre es una falsificación, pues su objetivo es presentarnos como real lo que no lo es. Se cuenta que, en aquel enfrentamiento de sus virtudes, Zeuxis pintó unas uvas de tan exquisita perfección que unos pájaros se acercaron a picotearlas. Nada pudo satisfacer más a Zeuxis que, convencido de su victoria, se aproximó a la tablilla de Parrasio para levantar la tela que la cubría. No pudo hacerlo: la tela que supuso ocultaba la pintura era la pintura de su rival. Zeuxis había engañado a los pájaros, pero P

Vacíos imposibles de llenar

  Podría desempolvar algunos agujeros negros, esas orfandades de luz que nos dejan en la vida tristezas de difícil desmemoria. O quizá fuera más claro imaginar a un hacendoso artesano en la labor de completar un mosaico sin disponer del número adecuado de teselas. Pero prefiero el insomnio del poeta, su tardo deambular por una alcoba, el combate del verbo y el deseo, la soledad cronometrada de los versos, el casi no ser de los demás… Prefiero al poeta por la evidencia de su tarea. Imaginad que debéis escribir un soneto. Ahí tenéis las reglas –la moral de la estrofa–, el papel, la pluma y las palabras, todas las palabras. Con esta salvedad, en lo demás sois libres, enteramente libres. Podéis hablar de lo divino y no divino, de lo humano y no humano, de lo vulgar y lo hermoso. Podéis variar acentos, acelerar o detener el ritmo, encabalgar, jugar con los epítetos, coquetear con las metáforas… Pero, a veces, llega el punto del silencio: la palabra debida no aparece. Puede que ni siquiera e

Cuestión de "heterocronía"

  Uno puede vivir entre los otros con una normalidad “de libro”: hablar y sonreír; entusiasmarse; entristecerse a veces; vestir como se viste, sin llegar a la extravagancia, y tener “sus rarezas” como todo el mundo. Uno puede parecer estar entre los otros con impecable ortodoxia y, sin embargo, saber de sí que es una bestia extraña, un animal distinto; no por nada genial que lo engrandezca ni por nada est úpido que lo anule, sino por ser ramaje de otro árbol. La mayoría de la gente nace cuando debe. H ay otros que se encuentran en un lugar o en un tiempo indebidos. Les falla lo que Ortega diría que es la circunstancia , el parámetro histórico o geográfico en que ocurren, en que se encuentran de pronto. No se sienten mejores ni peores, ni injustamente tratados ni indebidamente reconocidos (quienes dicen tales cosas suelen estar donde debieran). E llos sólo descubren que su brújula indica un norte diferente; que no tienen que ver con lo que ven a diario, que se han pasado de historia o

Los libros y nosotros

  Una pequeña reflexi ón que   duerme en los pozos de este blog desde  un día como hoy hace catorce años. Acerca de nosotros saben más los libros que hemos leído que todas las soledades que nos hemos contado. Con el tiempo, los libros nos arruinan los ojos… Y se enteran, con el tiempo, de nuestras almas. Son pequeños cofres para guardar la vida y proteger nuestras humanas y modestas verdades, que no tienen que ver, exactamente, con lo que luego hacemos y después nos pasa. La alcancía de la memoria auténtica está llena de dioses que cosechamos en palabras ajenas. La grandeza de un libro está en la mirada suya, que nos conoce, que sabe de nosotros tanto que sólo nos lo puede contar a nosotros. Abrir un libro nuevo es voluntad de alzarse; abrir un libro añejo, ya leído, es deseo de saberse. Por eso, con los años, uno tiende a releer con más frecuencia viejos libros; porque entonces, cuando todo está ya casi hecho, sólo queremos saber si estuvo bien el tiempo, si mereció la pena el tiempo.

Cambios, cambios...

  Ayer hizo en Madrid un día radiante: azul cobalto en el cielo y sol de luz insolente en los jardines. Ayer, domingo de este abril contestatario que anda incumpliendo la disciplina de los refranes. Y no hay derecho, no señor. Son malos tiempos para mi vieja lengua y su ancestral sabiduría. Por si fuera poco el maltrato al que someten indoctos ministerios a la primera, ahora vienen climas resentidos a patear los decires de la segunda. Nada de abril aguas mil, nada de niños y niñas... Abril me niega la lluvia que tanto amo y unas cuantas criaturas de precaria competencia me llenan voz y bolígrafo de signos extraños y analfabeta sem ántica . No sé, aunque sí supongo, si la sequía tendrá o no que ver con el cambio climático, pero estoy seguro, completamente seguro, de que los eriales del pensamiento, de la libertad y de la crítica se están cociendo en las estupideces del cambio lingüístico. Es mentira (tanto como su autoría proclamada) la afirmación esa que asegura que lo que no se nombra

Gramática de tu ausencia

A Charo convaleciente La casa no tiene nombres que se merezcan acentos; ni adjetivos los jardines en flor de un raro silencio. Al día le faltan rosas; a su circunstancia, adverbios; a los crepúsculos, tildes... ¡Al amanecer, tu verbo! Y a las calles empedradas de este maldito tormento que es pasearlas sin ti, les sobra estar en el tiempo. 4 abril de 2023

Vivir en marzo

  Se trata de un recuerdo grato. Todos tenemos rendijas en el tiempo donde guardamos nuestras modestas felicidades. Quizá cuando fueron no las apreciamos lo suficiente; esto ya lo sabía Jorge Manrique. Los momentos amables son como las estrellas: su belleza está en su distancia; de cerca son a veces hostiles.  La amabilidad de esta entrada, que he querido recuperar antes de que acabe marzo,  está en su vital optimismo (estado emocional al que no soy muy dado) y en el generoso acompañamiento de unos espléndidos  comentaristas, para mí de entrañable memoria. Para compartirla conmigo basta clicar en la imagen.

Soleares en blanco y negro

  Hay asuntos que suceden al fondo de los cajones envejecidos de ayeres; donde es verdad la mentira que no quisimos saber y nos destrozó la vida, y mentira la verdad que no supimos querer para que fuese real. No hay nada que duela tanto como mirarle la espalda al ayer que traicionamos; y encontrarnos cara a cara con un no sé qué maldito que es el cáncer de las almas. Sombras sin dios ni razón que devoran la memoria y arruinan el corazón. Testigos en blanco y negro de siempres que no se cumplen, de nuncas que acaban siendo. No hay nada que duela tanto como esas fotografías que no quieren perdonarnos. 15 marzo 2023