Dice Hegel que la Filosofía llega siempre tarde, que la lechuza de Minerva empieza a volar cuando declina el día. Al amor le ocurre algo parecido, por mucho que nos empeñemos en lo contrario. El amor también se descubre tarde. Mejor dicho, se reconoce “después”. Del amor se percata uno cuando ha pasado el barullo de los deseos, que andan siempre desazonados de un lado para otro tropezándose con las cosas. Del amor nos enteramos por la complicidad del tiempo. Del deseo y del apetito, no. Éstos son primitivos e inmediatos: se pretenden en cuanto los sentimos, se persiguen en cuanto nos ocurren. Una tarea de la vida, a la que no se presta atención excesiva, consiste precisamente en eso: convertir el instinto en su demora, convencer al deseo en el amor, transformar la animalidad en humanidad o, como diría Ortega, la biología en biografía… Ojalá hayamos sabido cumplir esa tarea. Ojalá que el último recuerdo que nos deje la vida sea el del amor paciente que nos sostuvo en ella. ...