Deberíamos disponer todos de una pequeña puerta en el alma por la que poder escapar, de vez en cuando, de nosotros mismos. Hace algunos años, ante mi confesada debilidad por el platonismo , un alumno me pregunt ó con cierta sorna que si yo creía eso de que el alma abandonaba el cuerpo para irse a contemplar las ideas. Con una sonrisa le respond í que no era eso exactamente. Y no lo es, desde luego. Lo que, sin embargo, muchas veces lamentamos, mientras estamos vivos, es no poder darnos unas vacaciones de este prometeico yo que nos define; poder holgar de nosotros sin nosotros; despojarnos de la preocupación, del compromiso, del dolor, del supremo esfuerzo que tenemos que hacer para levantarnos el alma cada día y seguir sonriendo como si tal cosa. Dios me libre de psicólogos, psiquiatras y demás psicoloquesea . Si alguno se cruzara por estos apuntes, diría que esa puerta se llama enajenación y que cuanto digo son síntomas de un estado predepresivo (¡o presic ótico! ) de preocupante
No tengo ganas ya de filosofías de andar por casa ni de lamentos de cuarto de estar al amparo de la nostalgia. No tengo ganas de buscarle tres pies al alma; lo que, además, es una idiotez porque desde Platón sabemos que lo que tienen las almas son alas y no pies. Por no tener, no tengo ganas ni de no tener ganas. Así que el resto de este apunte sobra. Porque voy a empezar a decir tonterías. De hecho, ya he empezado. Por ejemplo: me preocupa la cara de escepticismo que se le pone al espejo por las mañanas cuando me afeito. Como sigamos así, voy a dejar de afeitarme. Los interlocutores de azogue no tienen derechos de propiedad sobre las autoflagelaciones de uno; nada se ha publicado al respecto, lo que, en tiempos tan proclives al reconocimiento de aquéllos, me autoriza legalmente a afeitarme de espaldas; incluso a no hacerlo. Por ejemplo: el ejemplo anterior nada tiene que ver con aquello que yo veo en el espejo. Lo que me inquieta es aquello que ve el que me ve; el otro, el de enfre