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Mostrando entradas de noviembre, 2021

El idiota

  Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente, saluda a Alejandría que se aleja. Y sobre todo no te engañes; nunca digas que fue un sueño... Konstantin Kavafis,  El dios abandona a Antonio   Lo he sido por creer, porque creía con entusiasmo, con pasión, casi con locura. Aunque después de todo… ¡Después de todo siempre hay nada!   A veces es la muerte la última razón del desengaño.   A veces, otras cosas que ocurren entre medias, poco antes de morir o mucho antes.   Un día, por ejemplo, se nos rompe un sueño, una asunto pequeño que nunca imaginamos que fuese tan crucial.   ¡Y en él estaba todo sin embargo!   Una foto, un collar, una canción traidora; el puñal de una voz; un verbo arrebatado al sueño que lo dijo… Un sueño como otro que no tenía importancia y se hubo de romper, mal a mal, para tenerla.   Lo he sido por creer. Porque creía. Porque elegí la fe, que era mi reto. Porque el mundo del mundo me asqueaba, me aburría su gris estupidez, el eterno retorno de los vicios vulgare

La soledad real

Pronto hará nueve años. Apareció por aquí un domingo de noviembre allá por 2012. Los domingos, sus tardes sobre todo, siempre me han parecido momentos de soledades, y esta soledad real , más real según va pasando el tiempo de la humanidad, sigue habitando en ciudades que no existen porque ya no les quedan verdades. Basta clicar en la imagen para recordarla:

Creer, saber...

  No hay nada ya que se piense imposible. Me atrevería incluso a asegurar que nuestro mundo corrige a Hegel; que, en vez de “todo lo real es racional”, proclama envanecido que “todo lo imposible es racional”. Nada hay ya que pueda maravillarnos. La mayor de las mentiras es tan creíble  como la más hermosa de las verdades; la atrocidad más brutal, tan real como la bondad más admirada. Es decir, nada hay increíble porque ya nada hay sorprendente; porque lo más vulgar, lo más exótico, lo más cruel, lo más tierno, lo más grandioso, lo más insignificante, lo más estúpido, lo más inteligente… Nada puede sorprendernos. Todo tiene cabida en el inmenso desván de nuestro  adocenado aburrimiento. Porque, cuando ya todo es creíble, ya no creemos en nada, nada hay ya capaz de provocar el estupor delicioso que nos permitía proclamar: ¡eso es imposible! Para creer es necesario reservar un territorio a lo que no es posible creer; es decir, un espacio a lo inesperable, unas coordenadas a la admiración,