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Mostrando entradas de febrero, 2023

Amar la vida

  Es un texto viejo (marzo de 2007 “Al atardecer”) que recupero hoy gracias a un gorri ón que me ha mirado un instante de eternidad esta mañana al salir de casa. Estoy viendo a través de mi ventana un chopo, ayuno aún de primaveras, desde una de cuyas ramas a su vez me observa un gorrión no sin cierta indiferencia. Entre el chopo, él y yo estamos construyendo un momento único, de nula trascendencia por supuesto, pero único. No volverá a repetirse nunca una luz como esta luz, agónica en el poco día que le queda, ni un pájaro así en el punto preciso de esa rama en que ahora lo veo, ni este yo taciturno y tardeado a quien mira él con displicencia. Estamos los tres ya reunidos para un fotograma excelente en su temporal soledad (lo único siempre es lo solo); un fotograma de nuestras vidas, hoy excepcionalmente coincidentes. La única diferencia entre nosotros es que este intervalo en mí se hace conciencia, en mí se vuelve palabra. Decía Ortega, nuestro Ortega, que cada hombre tiene una misió

El sueño y la moraleja

  Me ha ocurrido en otras ocasiones, pero la última ha sido la más didáctica. Y la más dolorosa también. Desde que pasé a la vía muerta de los jubilados, he soñado no pocas veces que volvía a visitar los andenes de las aulas. Los sueños de la nostalgia tienen siempre un punto de masoquismo hedonista que nos hace creer felices con lo que ya hemos perdido. Pero el de la otra noche fue peor incluso, porque no era un sueño de la nostalgia simple, sino un sueño de la nostalgia con moraleja. Y es que éstos resultan bastante antipáticos, porque las moralejas de las melancolías oníricas se dirigen siempre a las vigilias de la realidad. Es decir, las entendemos cuando despertamos. Y la sombra de su aprendizaje ya no podemos olvidarla. La otra noche, fría como corresponde a los meses que nos tocan, puso sin embargo el escenario de mi sueño en una tibia mañana de septiembre:   Principio de curso. Yo recorro los pasillos de mi antiguo instituto -que no se parece en absoluto a mi instituto, pero lo

Los males del Conde Lozano

Tenía yo muy pobre edad cuando vi la película El Cid . Fue en un cine de barrio, el Marvi, que estaba en la calle Cartagena de Madrid y que, naturalmente, hace ya mucho tiempo que no existe. Ni que decir tiene que salí feliz y emocionado, que es como se solía salir de todos los patios de butacas en que la realidad se hacía grandeza a veces, y siempre maravilla. Por entonces ya había leído yo en el cole algunos romances sobre don Rodrigo, como el de la Jura de Santa Gadea por ejemplo, y me entusiasmó ver a un decidido Charlton Heston reproduciendo su asunto en el enorme rectángulo de los prodigios. Sin embargo, no conocía yo a ún a Guillén de Castro, de lo contrario, hubiera sentido similar entusiasmo en otros fotogramas, porque Las mocedades del Cid , sin duda, fueron fuente de fecunda información para los guionistas. Hay una escena en esta obra que recoge la arrogante palabrería del Conde Lozano -padre de doña Jimena- después de haberle cruzado la cara a don Diego -padre de don Rodrig