A veces uno siente la apetencia de escribir raro. No por nada en particular, sino... en realidad, por todo. Decir para no decir; y vomitar de paso la mala bilis que soporta el alma por la digestión del mundo. Algunas, víctimas de precocidad literaria, lo hacen demasiado pronto. Otras, como la mía sin ir más lejos, demasiado tarde. En ambos casos el resultado es el mismo: la nada exquisita del silencio. Porque hablar de la verdad, de la justicia, de la honradez, no es sino visitar un estercolero; un solar al aire libre donde cualquier mierda se siente importante. Pero ¿cómo se le dice a una mierda que tiene equivocado el sentimiento?; ¿que no es ni más ni menos que el nombre en que se ocupa, o el olor que despide –esa sombra que deja en el olfato su triste desecho–…? Las mierdas tienen una extraña inclinación a valorarse en función del número de moscas por que son elegidas. Craso error. La mosca, como todos sabemos, es caprichosa y de impredecible vuelo: viene y va por el aire sin...