Tienen los pájaros, a estas horas de la media tarde, una tertulia privada de brillantes argumentos en el chopo que queda por frente a mi ventana. Gorriones en su mayoría, no sé qué tendrán que decirse con tantísimo ardor. A veces tercia un mirlo con reflexión más seria y sosegada, lo de los otros es una escandalera simplemente gozosa. El caso es que es un diálogo de altura, no ya porque se citen en las ramas de ese árbol, sino porque un verbo con alas y musical sólo puede tener auditores en el cielo. Frente al silencio, que es un hablar que no dice precisamente porque calla, el suyo es un hablar que, sin tampoco decir, ordena los temblores del aire en pequeñas hermosuras. Son palabras para el viento, para que el viento sepa que tiene posibilidades de belleza con simplemente trinarlo.
Siempre me ha molestado la idea de una naturaleza eficaz, o, lo que es lo mismo, la obsesión por su mecanización. Ese “la naturaleza no hace nada en vano”, con que Newton abre las Reglas para filosofar en el Libro III de los Principia, me produce cierta incomodidad; tal vez, aburrimiento. No pretendo negar la utilidad de la navaja de Ockham para tener una idea no caótica del mundo, pero sí para comprenderlo. Es preciso que haya acontecimientos innecesarios y superfluos, asuntos de la realidad que sean hipérbole vana. Y lo es porque existe un ser que tiene un rincón para la ineficacia en el alma, por mucho que nos empeñemos en hacer de ese rincón un simple trastero de pesadumbres y olvidos. Necesitamos que los pájaros canten y que las flores huelan y estallen de color en los jardines por algo más que por su mera funcionalidad biológica: la vida es una exageración de la eficacia, como la tristeza lo es ante la arrogancia de la muerte. Tanto una como otra superan en intensidad a su causa. Pero ¿para qué?... ¿No es un hacer vano de la naturaleza ese hacer más de lo eficaz, este entristecer por destruir después su innecesaria tarea?
Los pájaros de hoy no hablaban de nada, sólo dejaban una agitación de belleza y vida en el aire. Ellos y yo sabemos por qué lo han hecho.
¿Para qué? Son palabras para el viento, como tú dices, pero al final yo creo que los pájaros y los hombres “hablan” para “llamar”. Es reconocer, ellos sin pudor y nosotros con mil matices, que son los oídos de los demás los que nos colocan en el mundo, por mucho que a veces nos guste creernos la suficiencia del anacoreta, puro y completo, a solas con Dios. Me gusta mucho esta entrada.
ResponderEliminarUn saludo, Antonio.
“…son los oídos de los demás los que nos colocan en el mundo”. Exacto, esa es la idea. Si no hubiera oídos, ojos, tacto…, no habría mundo. No hay espectáculo sin espectador. La vida es un lujo espectacular e innecesario que aguarda quien la oiga y quien la vea. Luego, la naturaleza obra en vano. ¿Por qué no quiere ser sólo asunto de ecuaciones en la física? Yo creo que esta pregunta queda entre el “anacoreta” y el artista. La respuesta… No sé… ¿Dios, quizá?
ResponderEliminarGracias, Betty, por acrecer la entrada.
Bonita entrada, Antonio. "Tus" pájaros nada tienen que ver con la garrulería pajarera de los humanos. Y son ejemplo de que la naturaleza no dotó a todos los seres con el don de la palabra porque ésta no es una panacea. Saludos al filo de la medianoche, cuando ellos, que son sabios, duermen.
ResponderEliminar¿Qué sabrán los pájaros que hablan cuando la luz y callan cuando la oscuridad?... Dices bien: “duermen” porque son sabios. Incluso un mirlo medio insomne que se alarga en monólogos cuando los demás han renunciado, ha claudicado: debe de ser el menos listo porque habla más de la cuenta…
ResponderEliminarGracias, Antonio, y un saludo.
Yo creo, de hecho, que nada es necesario. La vida es la perpetua exhibición de la ineficiencia.
ResponderEliminarYo no diría ineficiente, Fran, yo diría desconcertante: un esfuerzo titánico de la naturaleza para producir seres cuya única posibilidad de mantener los sistemas energéticos propios es a costa de la destrucción de los demás. Y progresivamente de un modo más elaborado y complejo, excesivo, abigarrado. Por eso me parece ineludible la pregunta ¿para qué? Pregunta que, ante la incapacidad de la ciencia, limitada a la descripción de los procesos, no hay más remedio que situar fuera de la misma.
ResponderEliminarMe ha gustado tu reflexión. También, modestamente, reclamo el valor de lo aparentemente vano y superfluo, de aquello que, precisamente porque aparenta no servir para nada, sirve para mucho más de lo que a veces nos damos cuenta. Cómo vivir sin ellos, que dijo Rosalía.
ResponderEliminarEstamos de acuerdo, lógicamente, los dos. Además, la idea de que sólo es valioso lo eficaz es descaradamente circunstancial, coyuntural, que se diría ahora. No ha sido, ni será (estoy seguro), siempre así. Hay algo en el exceso de la realidad que me hace sospecharlo.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, colega.