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Telón: la commedia è finita. Una bandeja con trozos de turrón de Jijona en exceso aceitosos, algunos polvorones desolados ante la indiferencia golosa de las últimas visitas, medio roscón con dos caras de miga seca, como un Jano aburrido, sombrío y taciturno... ¡Telón! ¡Telón!... No hay aplausos, aunque el último acto los merezca. La noche queda al otro lado de todas las ventanas embozada en sus oscuros silencios. Tres o cuatro balcones sostienen por inercia algunas lucecitas azules, encarnadas, naranjas… palpitantes. Todo, una vez más, demasiado deprisa. Una vulgaridad, lo sé, hablar de ello.
Antoine de Saint-Flour, ese personaje de Anouilh tan humano, tan demasiado humano, que nos hace vivir el desconcierto de que todo suceda al mismo tiempo, se pregunta en el segundo acto de Los peces rojos: “¿Qué es lo que ha pasado?”. Antoine se mira al espejo probándose un sombrero de copa mientras se viste para la boda de su quinceañera hija. Antoine se pregunta por una vulgaridad vertiginosa; esa que solemos llamar vida y que le pone a uno de repente ante su precipitación inesperada.
Yo sabía lo de los 30 Km/s del viaje de la Tierra en torno a su luciérnaga dorada. Y ahora me he enterado de que, además, esta Vía lechosa de nuestras totalidades va más rápida de lo que se creía: a unos 270 Km/s. ¡Qué barbaridad! El día menos pensado se nos retira el permiso de circulación por el cielo. Demasiado deprisa; ¡cómo no se nos va a escapar el ser en un suspiro! Habría que exigir que pusieran unos cuantos semáforos en la noche.
Y es que, aunque esto del correr del tiempo sea una vulgaridad, lo cierto es que tanta vulgaridad nos acaba matando.
Antoine de Saint-Flour, ese personaje de Anouilh tan humano, tan demasiado humano, que nos hace vivir el desconcierto de que todo suceda al mismo tiempo, se pregunta en el segundo acto de Los peces rojos: “¿Qué es lo que ha pasado?”. Antoine se mira al espejo probándose un sombrero de copa mientras se viste para la boda de su quinceañera hija. Antoine se pregunta por una vulgaridad vertiginosa; esa que solemos llamar vida y que le pone a uno de repente ante su precipitación inesperada.
Yo sabía lo de los 30 Km/s del viaje de la Tierra en torno a su luciérnaga dorada. Y ahora me he enterado de que, además, esta Vía lechosa de nuestras totalidades va más rápida de lo que se creía: a unos 270 Km/s. ¡Qué barbaridad! El día menos pensado se nos retira el permiso de circulación por el cielo. Demasiado deprisa; ¡cómo no se nos va a escapar el ser en un suspiro! Habría que exigir que pusieran unos cuantos semáforos en la noche.
Y es que, aunque esto del correr del tiempo sea una vulgaridad, lo cierto es que tanta vulgaridad nos acaba matando.
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Como en un centrifugado demasiado enérgico, a demasiadas revoluciones...
ResponderEliminarQué buena la última frase, todo un aforismo. Ay, las vulgaridades mortales, valga la redundancia.
ResponderEliminar...Para secarnos la humedad del alma, Francisco.
ResponderEliminarPor cierto, buenísimos (es natural) los relatos que me envías. Ya te contestaré más detenidamente.
Un abrazo.
Es que no hay nada más vulgar que la muerte ni más letal que la vulgaridad, Juan Antonio.
ResponderEliminarUn abrazo.
La ciencia siempre ha tenido algo de vulgar porque ¡es tan real!
ResponderEliminarSaludos
Me encanta lo que dices, amigo “Er Tato”, sobre todo ahora que estamos tan recién salidos de ese sueño infantil de irrealidades y asuntos extraordinarios que son los Reyes. Y estoy de acuerdo contigo, aunque, si me permites, con un pequeño matiz: la ciencia se hace vulgaridad cuando se sienta en el sillón de sus respuestas como un diosecillo envanecido; sólo la humildad de las preguntas la devuelve a la altura que heredó de “mamá filosofía” (con independencia de que “mamá filosofía” chochee últimamente más de lo debido).
ResponderEliminarGracias por tu visita y un saludo.
Pues entre la ciencia, la filosofía, y esa "vulgaridad vertiginosa" que es la vida, queda buscar algún brillo entre los resquicios de cada momento sucesivo. Aunque sea para agarrarnos a él y recordarlo. Es importante labrarse un pasado digno:-)
ResponderEliminarUn beso, Antoniol
Sin duda, Olga, pero, con tu permiso, cambio el verbo: lo que queda es “…’poner’ algún brillo entre los resquicios…” Ya me conoces, me paso la vida hablando de la voluntad. Aunque seguramente también tú te refieres a lo mismo; porque el “brillo” y su sentido son cosa nuestra. Esa fue la tarea que nos vino con la vida, por mucho que al final salgamos derrotados.
ResponderEliminarGracias y un beso.
Aunque la " vulgaridad" de saborear un polvorón ronda en mi vida( o en mi plateada bandeja) desde hace dos semanas.
ResponderEliminarGolosos saluditos.
¡Ojito con los polvorones!: acaban empachando.
ResponderEliminarGracias por tu visita, Veridiana.
Hay cosas en la vida que no empachan...jiji
ResponderEliminarTal vez, si hay vida en ellas.
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