El valor de la filosofía ha estado desde sus orígenes en las preguntas.
Las respuestas son ocupación de la supervivencia; las respuestas pretenden la utilidad.
Las preguntas, sin embargo, todas esas preguntas que nos atraviesan el
pensamiento sin posibilidad de hallar nunca reposo para su esfuerzo; todas ésas
tan denostadas, tan perseguidas, tan ninguneadas por la vanidosa razón –ilustrada
primero; instrumental, después; confusamente empirista, siempre–; todas las que
desde el siglo XVIII han sido desviadas, sistemáticamente, a la sección de Salud mental por la iniquidad mercenaria
de los súbditos de la desesperanza, no sirven para nada; o, mejor dicho,
resisten el asedio de la nada. Son, como los acantilados ante los envites del
mar, una rocosa fortaleza del alma, un cerco amurallado para el hombre. Porque
hablar del alma es hablar con ellas y no querer hablar de ellas es desarraigar
al hombre
La grandeza de la filosofía está
–o estuvo– en no poder responder, en no acertar a hacerlo, en la desfachatez de
mantenerse en la ignorancia, tal vez inevitable al cabo, mientras sus hijas,
las ciencias, alquilaban apartamentos de
provisional certidumbre y funcional sabiduría para ir tirando, para pasar el
trago y la aventura, racional e inexplicada, de que el ser brutal del cosmos se
hiciera pensamiento y piedad en nuestra animal insignificancia.
Pero las preguntas, estas
preguntas de la filosofía, no son rentables; no merecen la atención de quienes
han invertido su cobardía en la arenosa y final suerte de los acantilados. Por
no importar, ya ni importar parecen a
quienes se dedican a su viejo oficio. Tal vez por eso han decido dejarlas
morir, borrarlas de los mapas y los planes. Cuantas menos preguntas nos
hagamos, mejor: más callada y más apacible estupidez.
Ése, al menos, parece ser el proyecto de nuestro tiempo. Porque… ¿no
será nuestra sabiduría una sabiduría amputada; una medio-sabiduría a la que
falta un trozo de verdad? ¿No será nuestro
tiempo una vanidad triunfante que no sabe qué hacer con la insolente realidad
de sus preguntas?
"Conserva celosamente el derecho a reflexionar porque incluso pensando erróneamente es mejor que no pensar en absoluto"
ResponderEliminarHipatia de Alejandría decía esto hace ... Y pagó un alto precio por ser consecuente con sus ideas. Hoy, querido Antonio, apenas brillan las ideas y mucho menos aquellos que no se venden por abandonarlas.
No interesa, ya lo sabes, enseñar a pensar y por consecuencia a ser libres porque esto sería peligroso para la clase política. Cuanta más ignorancia, cuanta menos capacidad de crítica y cuanto menos independencia de pensamiento muchísimo mejor. Por eso no interesa que la filosofía aparezca en los planes de estudio, claro está, y sin embargo cuanta necesidad de ello hay.
Un beso y no abandones.
La filosofía, querida Doña A, por naturaleza de su mismo nombre, pretende algo tan humilde como no dejar de amar la naturaleza humana, que, como hipócritamente repetimos, consiste en “saber”. No sé si enseñó a pensar alguna vez ni si logró jamás aquel precario empeño de su raro amor. Pero estoy seguro, completamente seguro, de que menospreciarla es secuestrar una perspectiva única: la del hombre en que yo creo, o creí creer. Todo lo demás me sigue pareciendo preocupación del 'homo faber'.
ResponderEliminarUn beso, y gracias por tu comprensión.
gran entrada Antonio, veo que se te da genial escribir y expresarte usando la metafora. un saludo de un alumno
ResponderEliminar...Pues, muchas gracias, anónimo alumno; aunque, ya puestos, preferiría que el vocativo llevase nombre. En cualquier caso, sea como decides: siempre es de agradecer la amabilidad, aun no sabiendo su procedencia.
ResponderEliminarUn saludo.
segundo de bachillerato para ser mas exactos. un saludo
ResponderEliminarNo "muy exacto", por cierto, pero es de admirar tu voluntario anonimato.
ResponderEliminar¡Suerte el viernes!
Hola Antonio,qué tal estás??
ResponderEliminarAyer visitando una exposición de pintura,preciosa,leía: " Dejame vivir ilusionado que para lo que dura la vida,más vale engañarnos seriamente,y no andar en controversias."
Santiago Rusiñol.
Un beso.