Esta mañana olían las calles a cielo gris y roto sobre la tierra. Llovía sin la mansedumbre melancólica con que solemos pensar la lluvia; llovía con rabia, como si el amanecer fuera un quijote enloquecido prodigando cuchilladas a los pellejos tintos del día encapotado. No sé qué pasa con el tiempo que últimamente anda tan irascible, tan dispuesto a enfadarse con el mundo y comportarse tan groseramente. Si hace calor, incendia y arrasa; si llueve, arrasa y desborda; si es primavera, cierra pulmones y reparte asmas; si invierno, estrena virus letales de enfermedades viejas… No sé qué pasa con el tiempo. Tampoco con el hombre ni con el mundo, este mundo y este hombre tan extraños. Después de diez mil siglos paseando una exótica verticalidad sobre el planeta, la única constante que uno advierte en él es la nostalgia de sus cuatro patas. Exagero, probablemente exagero; sin duda, porque ‘no sé’, porque soy un ignorante incapaz de advertir norte y sentido a su volun...