Podría desempolvar algunos agujeros negros, esas orfandades de luz que nos dejan en la vida tristezas de difícil desmemoria. O quizá fuera más claro imaginar a un hacendoso artesano en la labor de completar un mosaico sin disponer del número adecuado de teselas. Pero prefiero el insomnio del poeta, su tardo deambular por una alcoba, el combate del verbo y el deseo, la soledad cronometrada de los versos, el casi no ser de los demás… Prefiero al poeta por la evidencia de su tarea. Imaginad que debéis escribir un soneto. Ahí tenéis las reglas –la moral de la estrofa–, el papel, la pluma y las palabras, todas las palabras. Con esta salvedad, en lo demás sois libres, enteramente libres. Podéis hablar de lo divino y no divino, de lo humano y no humano, de lo vulgar y lo hermoso. Podéis variar acentos, acelerar o detener el ritmo, encabalgar, jugar con los epítetos, coquetear con las metáforas… Pero, a veces, llega el punto del silencio: la palabra debida no aparece. Puede que ni siquie...