Uno puede vivir entre los otros con una normalidad “de libro”: hablar y sonreír; entusiasmarse; entristecerse a veces; vestir como se viste, sin llegar a la extravagancia, y tener “sus rarezas” como todo el mundo. Uno puede parecer estar entre los otros con impecable ortodoxia y, sin embargo, saber de sí que es una bestia extraña, un animal distinto; no por nada genial que lo engrandezca ni por nada estúpido que lo anule, sino por ser ramaje de otro árbol.
La mayoría de la gente nace cuando debe. Hay otros que se encuentran en un lugar o en un tiempo indebidos. Les falla lo que Ortega diría que es la circunstancia, el parámetro histórico o geográfico en que ocurren, en que se encuentran de pronto. No se sienten mejores ni peores, ni injustamente tratados ni indebidamente reconocidos (quienes dicen tales cosas suelen estar donde debieran). Ellos sólo descubren que su brújula indica un norte diferente; que no tienen que ver con lo que ven a diario, que se han pasado de historia o se han quedado cortos. Por eso no hay alarde ni lamentación constantes en su vida, pero sí un silencioso desconcierto. No se dan cuenta de estas cosas al principio, cuando son jóvenes, sino más tarde, cuando tienen ya tejida una gran parte del mantel de su vida, cuando comprueban que el bordado de su existencia se acomoda poco o nada a lo usual del banquete al que asisten. Y, desde luego, no se imaginan por encima de nadie ni de nada porque, si no son excesivamente tontos, saben que la punta del iceberg se avista en todos los mares y las piedras se hunden por igual en cualesquiera aguas.
Por lo general son fieles de una religión, no reconocida en parte alguna de este mundo, fundada por Unamuno hace una centuria y cuyo profeta mayor es don Quijote, que ha sido el más grande de los nacidos en tiempo y lugar inadecuados, aunque empeñado en corregir contra curas y barberos, quiero decir, viento y marea, su injusto desarraigo.
Como vivimos días de preocupación por genéricas identidades, reivindico alguna consideración, que no prebenda, para quienes nacimos tan fuera del ayer o mañana que nos debiera haber correspondido. A mí, por ejemplo, me encantaría que me reconocieran la cronológica identidad del siglo XVII y poder pasear con ropilla, capa y tizona a la cintura (de esto podría prescindir para evitar malentendidos) por la Calle Mayor sin tener que aguantar los insultos y burlas de los inevitables "fascistas heterocronófobos".
Me temo, por desgracia, que esta modesta reivindicación no merecerá atención alguna. Los "heterócronos" estamos acostumbrados a la hostilidad y a la indiferencia… ¡Qué le vamos a hacer!
8 mayo 2023
Pues sí. Demasiado diferentes para tener un semejante. Esa es la condición con la que algunos nacemos. Y la que nos obliga a un forzado exilio interior que, con los años, aprendemos a reconocer como lo más propiamente nuestro. Sin amargura, sin estridencias. Al fin y al cabo, siempre nos quedarán los libros. Un saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Anónimo coetáneo. Señalas bien los libros como patria final de nuestro exilio. Algo parecido quiso decir el final de mi entrada anterior:
Eliminar“…cuando todo está ya casi hecho, sólo queremos saber si estuvo bien el tiempo, si mereció la pena el tiempo. Si era verdad la vida...
Si la verdad… fue un libro.”