La voluntad siempre es parámetro de valoración de nuestras acciones como buenas o malas, como audaces o cobardes, como sensatas o estúpidas. Y esto no sólo en moral, sino en cualquier empresa que acometamos. Imaginemos, por ejemplo, que un sujeto quisiera investigar la temperatura de los decibelios o la longitud de los litros. No habría problema de conciencia para calificar al estudio de incomparable sandez; y al estudioso en cuestión, con parejo atributo. Ya sabemos que la ignorancia es atrevida, pero también la inteligencia debe serlo. Por lo menos, cuando enuncia hipótesis audaces, ésas que acaban en revoluciones científicas, según Kuhn dice. Pero de ello, naturalmente, no se desprende que todas las hipótesis valgan. Tienen que cumplir ciertos requisitos; porque si no, la audacia se convierte en tontería. Por ejemplo:
¿Alguien ha oído hablar de la teoforina? La teoforina es una hipotética proteína que podría, si se descubriese, explicar la experiencia religiosa del ser humano (algo así como la feniletilamina y el amor). Como juego metafórico lo expuso Carl Sagan en 1985 en las Conferencias Gifford, que, desde el siglo XIX, pretenden promover la Teología Natural. Dejando aparte que los términos teología y natural se acoplan, tal y como aquí se entienden, con naturalidad dudosa, lo cierto es que Sagan no pretendía la búsqueda de la religiosa molécula, pero resulta evidente que se podría explicar la fe si se descubriese algo así. Quiero decir, que su voluntad era clara y, lo siento mucho, claramente estúpida.
Pero mucho más claramente estúpida es la noticia que he leído esta mañana, donde la intención no es metáfora, como en Sagan, sino proyecto real; con dos millones y medio de euros, por cierto, de presupuesto. La fundación John Templeton ha destinado este capitalito (probablemente no haya destinos más prioritarios) al Centro Ian Ramsay para averiguar por qué los hombres (algunos, supongo) seguimos creyendo en Dios. Estoy casi seguro de que el objetivo es descubrir la teoforina.
Puedo entender a los ateos y a los agnósticos; puedo entender el credo quia absurdum, creo porque es absurdo, de Tertuliano; puedo entender (mejor en este caso) el credo ut intelligam, creo para comprender, de San Agustín… Pero nunca entenderé que se pretenda entender nada para creer algo, o para acabar con quienes creen en algo. La incompatibilidad de esta secuencia, si se quiere investigar, es semejante a la pretensión de averiguar la longitud de un litro: una llana estupidez.
Queda claro que hasta la Diosa Ciencia Consagrada hace el tonto. A ver si dejan en paz, de una vez por todas, ese vacío inmenso del Misterio, que no es vacío porque nada tenga, es vacío porque no debe llenarse de razones: ¡es el corazón del hombre!
¡Y seguro que lo averiguan! O eso dirán, al menos.
ResponderEliminar¡Seguro! Incluso tendría sus ventajas. Por ejemplo, bastaría un análisis clínico para determinar, según los índices de “teoforina”, de cual de las dos ciudades de San Agustín se era miembro de hecho. Hasta se podría expedir un DNT (Documento Nacional de Teoforina). ¡Espléndido!
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