Nací en Madrid. Hace ya mucho tiempo desde luego. Hijo de padres y nieto de abuelos, por ambas ramas, también de Madrid. Mi alumbramiento ocurrió en Chamberí y mi educación en “La Prospe” (el viejo y también castizo barrio de “La Prosperidad”). De esta cadena de sucesos intrascendentes (para el mundo, no para mí, claro está) se desprende que soy irremediablemente madrileño. Y lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, siento casi la obligación de pedir perdón por ello. La verdad es que no sé por qué, pero es incontestable que, por gracia de unos políticos que parecen despreciarnos, cuando no somos culpables de ser verdugos, lo somos de ser víctimas. No son pocos los figurones de Comunidades que con los vaivenes de la pandemia han aprovechado para arremeter contra los madrileños (no ya contra su gobierno, sino contra sus ciudadanos) cerrándoles las mismas fronteras que babeaban por abrir a otros viajeros. Y no quiero decir que el cierre fuese o no loable exigencia sanitaria, sino que ...