Me ha ocurrido en otras ocasiones, pero la última ha sido la más didáctica. Y la más dolorosa también. Desde que pasé a la vía muerta de los jubilados, he soñado no pocas veces que volvía a visitar los andenes de las aulas. Los sueños de la nostalgia tienen siempre un punto de masoquismo hedonista que nos hace creer felices con lo que ya hemos perdido. Pero el de la otra noche fue peor incluso, porque no era un sueño de la nostalgia simple, sino un sueño de la nostalgia con moraleja. Y es que éstos resultan bastante antipáticos, porque las moralejas de las melancolías oníricas se dirigen siempre a las vigilias de la realidad. Es decir, las entendemos cuando despertamos. Y la sombra de su aprendizaje ya no podemos olvidarla.
La otra noche, fría como corresponde a los meses que nos tocan, puso sin embargo el escenario de mi sueño en una tibia mañana de septiembre:
Principio de curso. Yo recorro los pasillos de mi antiguo instituto -que no se parece en absoluto a mi instituto, pero lo es-. Va a comenzar el primer claustro y no quiero llegar tarde. Entro en una sala grande, llena de profesores. Sonrío, saludo... No conozco a muchos. En realidad, no conozco a nadie, aunque actúo y actúan como si fuéramos los compañeros de siempre. Uno de estos conocidos-desconocido me pregunta tras una sonrisa.
- ¿Cómo tú por aquí...? ¿Qué, dando una vuelta?
Y de pronto me doy cuenta de que yo no puedo entrar a ese claustro, de que yo soy un extraño; alguien que está “dando una vuelta”, una tesela sin lugar en su mosaico. Confuso y azorado, respondo forzando una sonrisa:
- ¡Qué cabeza la mía! Ni cuenta me he dado de que ya no trabajo aquí.
Me río, se ríen… Nos reímos... Y me voy.
En este punto desperté, y me vino a la memoria aquel verso tan rebosante de verdad de José Infante: “Porque volver no siempre significa regreso…” Pensé que yo le quitaría el “no siempre”. Nunca es posible regresar. Cada instante que vivimos, el tiempo nos expulsa del futuro con una displicencia que oscila entre la justicia y la crueldad. Después de todo, la vida es así. Los espacios que -creemos- fueron nuestros son ocupados en cuanto los desalojamos. Eso ocurre en “El coronel Chabert”, la novelita de Balzac a que Javier Marías (qué gran vacío dejaste en la literatura y la inteligencia de nuestra tierra) acude para apoyar la dramática teoría de un personaje de su novela “Los enamoramientos”. Los muertos que lloramos, en realidad, no queremos que regresen. Ni su sitio en nuestro aquí, ni su impensable hoy en nuestro ahora tienen ya cabida ni deseo. Su reloj es de ayer; su volumen, de nunca. Lo mismo, diría, ocurre con quienes fuimos, sucede con quienes somos, pasa con quienes aún seremos.
Y es que vivir es encuadernar ayeres sin poder -poder querer, tal vez- evitar que lo sigan siendo.
Carlos Gardel, Volvió una noche
13 febrero 2023
El problema no es que nos olviden los demás, que bien mirado hasta puede ser un alivio. . El problema es que nos olvidemos de nosotros mismos, de aquello que constituye la espina dorsal de nuestra efímera vida. Mientras no ocurra, no hay de qué lamentarse. Un saludo.
ResponderEliminarEvidentemente es así: la memoria es el núcleo del yo, como dice S. Agustín, o de la ficción del yo, como supone Hume. Aunque en texto no se lamenta el olvido de nadie, sino el encuentro de la vida con un largo ayer desde un hoy en el que ya no se cabe. Eso quise entender en mi sueño y quizá no lo he explicado claramente.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita y tu comentario.
Un saludo.