Tenía yo muy pobre edad cuando vi la película El Cid. Fue en un cine de barrio, el Marvi, que estaba en la calle Cartagena de Madrid y que, naturalmente, hace ya mucho tiempo que no existe. Ni que decir tiene que salí feliz y emocionado, que es como se solía salir de todos los patios de butacas en que la realidad se hacía grandeza a veces, y siempre maravilla. Por entonces ya había leído yo en el cole algunos romances sobre don Rodrigo, como el de la Jura de Santa Gadea por ejemplo, y me entusiasmó ver a un decidido Charlton Heston reproduciendo su asunto en el enorme rectángulo de los prodigios. Sin embargo, no conocía yo aún a Guillén de Castro, de lo contrario, hubiera sentido similar entusiasmo en otros fotogramas, porque Las mocedades del Cid, sin duda, fueron fuente de fecunda información para los guionistas. Hay una escena en esta obra que recoge la arrogante palabrería del Conde Lozano -padre de doña Jimena- después de haberle cruzado la cara a don Diego -padre de don Rodrigo- por una soberbia envidia. No aparecía en la película, claro está, lo que es una pena porque ejemplifica exquisitamente el modo más mezquino y rabioso de defender lo indefendible:
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.
El Conde Lozano no acaba bien su pendencia, ni en la película ni en Las mocedades, pero en éstas se me antoja más chulo que en aquélla. Hay que serlo, desde luego, para tan soberbia conclusión: ¡...defendella y no enmendalla!
¿Qué pensaríamos en nuestros días si alguien se refugiara en determinación tan rústica para afrontar sus errores? La verdad es que es poco probable porque en la actualidad la gente, aunque no haya leído Las mocedades del Cid, tiene conciencia de la inelegancia y cerrilismo de dicha postura. Incluso los que no son marxistas están al corriente de que la autocrítica es un sabio proceder hasta de las inteligencias menos capaces. Cierto es, no obstante, que en nuestro mundo hay cosas raras. Por ejemplo, están los terraplanistas, que aseguran que la tierra es plana y ni en broma están dispuestos a corregir sus tontadas. Peor es, sin embargo, cuando un ministerio (la minúscula está perfectamente justificada en este caso) dicta leyes confusas que amparan consecuencias indeseadas y causan daños a quienes proteger pretenden. Mucho peor, sin duda, si la única respuesta es enrocarse en que “el infierno son los otros”, que es decir de Sartre, y renunciar a la grandeza humana de saber equivocarse y asumir rectificar.
Así son los males del Conde Lozano, males de tiempos antiguos, males de clases o castas soberbias.
¡Qué le vamos a hacer!
1 febrero 2023
Lo triste es que no podemos hacer nada. Sólo asistir cuál convidados de piedra a las bodas de la estulticia con la incompetencia. Qué tiempos nos ha tocado vivir! Un saludo.
ResponderEliminarBueno, lo primero agradecer tu visita y lo segundo que yo espero que sí se pueda; si no, francamente, criticar toda la insensatez en que nos hemos enfrascado carece de sentido. Asumamos este estúpido fatum y punto.
ResponderEliminarUn saludo
Me quedé pensando en lo que me gustaria después de tus palabras quizás una canción
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