Todav ía e s tiempo de arrogantes hojas, de su amable sombra sobre las calles que aún les consiente el hombre. Se pasan el día engalanando el lugar que las acoge: ese tronco ─ recio, arrugado, envejecido ─ de algunos jardines que ha aguantado las heladas y soledades del invierno. Vienen de lejos, de muy lejos, del hondo corazón de la tierra al que viajaron cuando octubre les hizo las maletas de otoño. Volvieron luego, de verde-claro, en primavera. Y aprendieron a escribir de nuevo los párrafos que el sol iba dictando. Ahora, en esta primera madurez de empezar a no ser jóvenes, a ún alegran la austera residencia de sus ramas. Y alivian la asfixia de las calles en los mediodías de estío. Bajo ellas se detienen los paseantes; hablan entre s í, presentan a un familiar o a un amigo que ha venido de otro lugar a visitarlos. La sombra de esas hojas vuelve a hacer del verano una estación de encuentros en vez de esa locura de distancias y desencuentros en que nosotros solemos converti...