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Lo he oído de dos formas sutilmente diferentes: la música es el más bello de los ruidos, pero ruido al fin; y, la música es el menos molesto de los ruidos… Se parecen, desde luego, pero la primera afirmación suena más física y la segunda más militar, más napoleónicamente militar. Es probable, no obstante, que el tímpano de Napoleón, acostumbrado al eco grave y sordo de la pólvora negra, estableciera tan duro contraste entre el ruido y la música con intención que se nos escapa: tal vez pretendía dignificar a aquél, antes que menospreciar a ésta. Si así fuera, yo aplaudiría la frase porque la pólvora negra estalla con la cadencia subterránea y profunda de una tragedia griega. La otra, sin embargo, la que llaman sin humo –la de nuestros días– revienta los oídos como una telenovela hortera de media tarde. Naturalmente, esto es una apreciación muy personal.
Lo que es evidente es que hay vibraciones de las moléculas del aire que incomodan –ruidos– y otras que no –música–. Las primeras crispan y las segundas elevan. Es cierto que los ruidos, antes de ser música, se pueden organizar con cierta cadencia; algo así como pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, etc. A esto se llama ritmo y su destinatario real es el paleoencéfalo. En etapas muy primitivas de la cultura, el hombre lo explota para desencadenar diferentes excitaciones primarias; por ejemplo, la agresividad del guerrero antes del combate o el miedo del sitiado en igual circunstancia. De ahí la importancia de los tambores en la guerra antigua, que era cuando la música se entendía de otra forma y se dedicaba al neocórtex.
Con la llegada del calor, y menospreciando incomprensiblemente las bonanzas del aire acondicionado, no es raro cruzarse en las calles con algún automóvil conducido por un mozalbete que lleva bajadas las ventanillas y de cuyo interior surge un atronador e inexplicable pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, etc. Si uno fumase algo más espectacular que sus oscuros Ducados, con toda probabilidad vería emerger de la calzada todo un amenazante batallón napoleónico. Pero uno, que fuma lo que fuma –y hogaño es tan perseguido–, sólo se hace una pregunta: ¿qué rara mutación ha trastocado los lugares del neocórtex y el paleoencéfalo?
En tiempos tan estridentes como los nuestros, no cabe duda de que Napoleón no habría dicho lo que, según parece, dijo. Probablemente, no habría dicho nada; todo lo más que el silencio era el más bello de los ruidos. O, al estilo de Marinetti, algo más contundente y futurista, que el tableteo de una ametralladora era tan ‘bello’ como la desbordada compulsión musical de un hombre con el cerebro boca abajo. Eso sin haberse parado a considerar que los sonidos de la vida cotidiana del siglo XXI son infinitamente más aterradores que las baterías de cañones en Austerlitz.
Y, desde luego, si se hubiera cruzado con un mozalbete envuelto en automóvil que escupiera en la calle su insoportable pom-pompom-pom, se habría confundido en lo que dicen dijo… Sobre todo al recordar que él se refería a “ruidos” como éste:
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Lo he oído de dos formas sutilmente diferentes: la música es el más bello de los ruidos, pero ruido al fin; y, la música es el menos molesto de los ruidos… Se parecen, desde luego, pero la primera afirmación suena más física y la segunda más militar, más napoleónicamente militar. Es probable, no obstante, que el tímpano de Napoleón, acostumbrado al eco grave y sordo de la pólvora negra, estableciera tan duro contraste entre el ruido y la música con intención que se nos escapa: tal vez pretendía dignificar a aquél, antes que menospreciar a ésta. Si así fuera, yo aplaudiría la frase porque la pólvora negra estalla con la cadencia subterránea y profunda de una tragedia griega. La otra, sin embargo, la que llaman sin humo –la de nuestros días– revienta los oídos como una telenovela hortera de media tarde. Naturalmente, esto es una apreciación muy personal.
Lo que es evidente es que hay vibraciones de las moléculas del aire que incomodan –ruidos– y otras que no –música–. Las primeras crispan y las segundas elevan. Es cierto que los ruidos, antes de ser música, se pueden organizar con cierta cadencia; algo así como pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, etc. A esto se llama ritmo y su destinatario real es el paleoencéfalo. En etapas muy primitivas de la cultura, el hombre lo explota para desencadenar diferentes excitaciones primarias; por ejemplo, la agresividad del guerrero antes del combate o el miedo del sitiado en igual circunstancia. De ahí la importancia de los tambores en la guerra antigua, que era cuando la música se entendía de otra forma y se dedicaba al neocórtex.
Con la llegada del calor, y menospreciando incomprensiblemente las bonanzas del aire acondicionado, no es raro cruzarse en las calles con algún automóvil conducido por un mozalbete que lleva bajadas las ventanillas y de cuyo interior surge un atronador e inexplicable pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, pom-pompom-pom, etc. Si uno fumase algo más espectacular que sus oscuros Ducados, con toda probabilidad vería emerger de la calzada todo un amenazante batallón napoleónico. Pero uno, que fuma lo que fuma –y hogaño es tan perseguido–, sólo se hace una pregunta: ¿qué rara mutación ha trastocado los lugares del neocórtex y el paleoencéfalo?
En tiempos tan estridentes como los nuestros, no cabe duda de que Napoleón no habría dicho lo que, según parece, dijo. Probablemente, no habría dicho nada; todo lo más que el silencio era el más bello de los ruidos. O, al estilo de Marinetti, algo más contundente y futurista, que el tableteo de una ametralladora era tan ‘bello’ como la desbordada compulsión musical de un hombre con el cerebro boca abajo. Eso sin haberse parado a considerar que los sonidos de la vida cotidiana del siglo XXI son infinitamente más aterradores que las baterías de cañones en Austerlitz.
Y, desde luego, si se hubiera cruzado con un mozalbete envuelto en automóvil que escupiera en la calle su insoportable pom-pompom-pom, se habría confundido en lo que dicen dijo… Sobre todo al recordar que él se refería a “ruidos” como éste:
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El paloencéfalo. Así que eso es lo que reacciona cuando oigo (en sueños) los tambores de los haitianos, la tumba francesa y todo eso. Tal vez se busca esa reacción con las increíbles percusiones de fondo de la música actual (repetición, ritmo, fuerza), la vibración del aire que parece anunciar algo. En la oscuridad, fumando algo más que Ducados y bailando... es fácil olvidarse del mundo y sus sonidos, infinitamente más aterradores que los cañones de Austerlitz, sí. Sin embargo, el uso y el abuso de la potencia percusionista, acaba creando una sensación de hastío que sólo se lava con silencio, o con la caricia de la música, un sonido limpio y bello que da sentido al hecho misterioso de tener un neocortex.
ResponderEliminarUn beso silencioso,
Qué perfecta indicación, Olga, esa de “lavar con silencio la sensación de hastío”.
ResponderEliminarGracias. No pretendo ser pacato, pero ¿no es cierto que se abusa de lo radical –lo que es “raíz” de algo– para provocar lo rudimentario –lo que es un “estado primordial e informe”–?
A mí me parece que sí; y, lo que es peor, que no es casual, que no es azaroso; que responde, rigurosamente, a un proyecto de eficaz animalidad.
Un "armónico" beso.
Bueno, puede ser. Pero yo me he visto buscando y potenciando la percusión y luego he sabido aburrirme e intentar lavar ese hastío con la mismas ganas de silencio y música. Tiempo al tiempo, ese chico que hoy reparte pompompones por el mundo en los semáforos tal vez no esté toda la vida así, tal vez el plan que tienen para él no se cumpla del todo. Lo mismo cualquier día abre un libro por su cuenta, y se sitúa más allá de los planes de estudio y de la música que le dan por la radio. Nuestro neocortex tiene una paciencia infinita.
ResponderEliminarYa sé que me vas a llamar optimista... pero me arriesgo;-)
Y de paso, te dejo otro beso.
¡Ojo!: no me meto con la percusión, sino con el intencional abuso de ella. Tampoco lo hago con los “chicos”; creo que en “La mirada de los almirantes” quedó claro en quiénes suelo pensar.
ResponderEliminarY gracias, Olga, por pasar de nuevo.
Me ha gustado mucho esta frase de Olga: Nuestro neocortex tiene una paciencia infinita.
ResponderEliminarEl cerebro, aún misterioso, ya no es ese completo desconocido de antaño. Y siempre es sorprendente.
Quizá ocurra... quizá cualquier día... nunca se sabe qué sonido, qué color o qué palabra será la que logre nuevas conexiones sinápticas. Nunca se puede saber a ciencia cierta, cuándo un cerebro puede despertar. Si así ocurre en el sueño (coma), que no podrá ocurrir en la vigilia...
Saludos.
Coincido contigo, Ana, en la exqusitez de la frase de Olga; pero disiento de ambas en su posibilidad. No hay que ser lamarckiano para concluir que si no hay “ejercicio”, no hay cambio. Quiero decir, que se me antoja imprescindible la educación –el entrenamiento social en otros horizontes– para que “la paciencia del neocórtex” no se disuelva en desolada imposibilidad.
ResponderEliminarAunque esto no pasa de ser un “punto de vista”. Y, siendo sincero, prefiero el vuestro.
Un saludo.
Bueno, quizá no me supe explicar bien: es necesario un estímulo, por supuesto. Ese estímulo puede ser un color, un rostro, la música, la voz... y por supuesto, el trabajo constante de quien educa.
ResponderEliminarPor supuesto que en los cerebros dormidos es absolutamente esencial el estímulo. Siento haberme explicado tan erróneamente.
Un abrazo.
No era "erróneo", Ana: a mí me gusta suponer que un "azar extraordinario" nos puede liberar de esta carga,de esta responsabilidad.
ResponderEliminarUn abrazo.