A Isabel la Católica, a Colón,
a fray Junípero y a cuantos por sus obras no merecen el aprecio de los
corazones más mezquinos.
El verbo criticar es verbo de bicéfala semántica que en su uso más cotidiano ha dejado gravemente ninguneado uno de sus sentidos. Consiste el perjudicado, que es por cierto el primero en el DRAE, en analizar pormenorizadamente algo y valorarlo según los criterios propios de la materia de que se trate; mientras el otro, el acaparador del sentido para el común de la gente, en hablar mal de alguien o de algo, o señalar un defecto o una tacha suyos. Es evidente que el primero connota mayor esfuerzo que el segundo porque eso de analizar cuidadosamente algo y valorarlo, con arreglo a los criterios que le correspondan, exige mucho más de nosotros que hablar mal de lo que sea o insultar a quien nos apetezca, que es la versión hiperbólica del otro uso. No obstante, el problema no es ya que se ningunee el primero en favor del segundo, sino que éste a aquél suplante. Y es el problema porque entonces se pasa del mal hablar al pensar confuso y del pensar confuso a la falacia y la mentira, que siempre emerge con pretensiones de corromper para sustituir a la verdad. Este proceder, torticeramente semántico, se ve con frecuencia en expresiones de aparente seriedad intelectual cuya impropiedad emerge en cuanto aparecen los juicios de valor.
Juntemos en una inteligencia de ésas que están a la altura de nuestros días los siguientes términos: crítica, colonización, España. Con toda probabilidad el resultado de esta experiencia se situará entre un extremo primitivo que pintarrajeará monumentos o decapitará estatuas y otro, supuestamente intelectual, que reclamará lamentaciones y contriciones públicas. Lo cierto es que los dos extremos, y todas las posiciones intermedias entre ellos, adolecerán de idéntico analfabetismo.
La crítica de la Historia no implica que uno se dedique a insultarla o a señalar sus defectos. La valoración que supone criticar los hechos del pasado debe ser técnica, según los criterios propios de la materia, como dice el diccionario. Pero las valoraciones que ignoran esto y responden con la agresión o el arrepentimiento, son juicios de valor formulados desde los cánones de nuestra contemporaneidad, simples moralinas que para lo único que sirven es para el tonto envanecimiento de quienes las sostienen, lo que les hace creerse mejores. ¿Se puede ser tan narciso como para considerar que nuestros valores lo son por mérito espontáneo de las bondades de nuestros días?, ¿se puede ser tan dialécticamente estúpido como para desconocer que hoy no sería hoy sin su ayer correspondiente, ni ahora gozaría de ser ahora sin un tal vez penoso antes?, ¿se puede ser tan indecentemente soberbio como para ignorar que los errores del pasado sostienen muchas veces los aciertos del futuro; que las raíces, a fin de cuentas, ahondan oscuridades para que las flores engalanen amaneceres?
Lo peor, sin embargo, como decía más arriba, no es que el mal hablar arrastre al pensar confuso, sino que el pensar confuso arrastra a la falacia y la mentira y ésta acaba siendo una podrida verdad. A partir de ese momento las palabras mal usadas pierden la inocencia de su simple estupidez y se vuelven instrumento de la enajenación y violencia del pensamiento.
Digamos que nuestro tiempo exhibe la esclerosis de su proyecto y el cáncer de su axiología en el quehacer despreciativo y arrogante con que tantas veces enjuicia las grandes gestas del pasado, ésas que, curiosamente, son las que sostienen lo que aún nos queda de civilización.
Decía Eduardo Galeano:
ResponderEliminarDe nuestros miedos
nacen nuestros corajes,
y en nuestras dudas
viven nuestras certezas.
Los sueños anuncian otra realidad posible,
y los delirios otra razón.
En los extravíos
nos esperan los hallazgos
porque es preciso perderse
para volver a encontrarse.
En cualquier caso, si, se puede ser narciso, soberbio y más. Menos mal que todavía nos queda la capacidad de desencantarnos.
Un beso, Antonio.
Una pregunta que empieza por “se puede ser tan…” siempre es una pregunta retórica que lo único que indica es el estupor de quien la formula ante el hecho incontestable de que los hay que en efecto lo son. Así que soy tan consciente como tú de que existen los narcisos, los dialécticamente estúpidos y los indecentemente soberbios incapaces de entender que su coraje es gracias a su anterior miedo, su certeza consecuencia de su previa incertidumbre y su gozoso reencuentro consigo mismos hijo de los extravíos que lo precedieron... E ignorantes también de que ningún código axiológico actual tiene autoridad moral sobre el pasado (y me refiero al pasado no inmediato, es decir, el que no comparte circunstancia espaciotemporal con nuestra contemporaneidad), entre otras razones porque ese pasado es el crisol de este presente.
ResponderEliminarGracias por tu visita y comentario. Un beso.