Son unos cantos de soleá un tanto atípicos. Se asemejan por la forma pero poco tienen que ver con lo que decir suelen aquéllos. Los he recuperado porque "me" echaba de menos. Y en este sentido sí; sí que merecen llamarse soleares. Porque lo son: del niño y del monstruo. A veces cierro los ojos para que no me distraigan de la verdad unos y otros. Y me pasa de puntillas un niño que está jugando con Dios a las cuatro esquinas; un niño que es el que nunca anduvo en los calendarios o se perdió en sus preguntas. A veces me ocurre un niño… Otras, una criatura licenciada en laberintos. En los pasillos del alma, se cruzan en ocasiones sus dos soledades blancas; sus dos miradas sin norte, sin luz, sin tierra, sin mundo, sin renglón en los relojes… Frente a frente en los pasillos del alma, a veces se cruzan un sueño y un sinsentido. Entonces, el niño aprende melancolías de un monstruo en el aula de la muerte. Y el niño se pone serio; y ya no quiere jugar a las esquinas...