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Las ciencias más rigurosas son las formales; es decir, la lógica y las matemáticas. Uno es feliz en ellas porque el pan siempre es pan; y el vino, vino. Son saberes de impecable elegancia y exquisito respeto por la verdad que no consienten medias tintas ni “dependes” que valgan. Las envidiosas disciplinas empíricas siempre les han reprochado su platónico aislamiento, su atrincheramiento en las formas, su total indiferencia por lo que ocurre fuera de ellas. Es de entender: a fin de cuentas, las otras ciencias tienen que pegarse con el mundo, batallar con el antojo de los fenómenos (o si no que se lo digan a los meteorólogos) y su defectuosa interpretación de las perfecciones platónicas.
Pero las matemáticas se apoyan en axiomas de los que viven sus bellos teoremas. Y los axiomas son certidumbres incuestionables. Bueno, esto era así hasta que en el siglo pasado Gödel puso una zancadilla a tanta hermosura. Porque desde entonces ya no podemos establecer la verdad de todos y cada uno de esos pilares indiscutibles. El siglo XX fue un siglo perverso (una pena que yo naciera en él) que se empeñó en buscar inestabilidades en todo y nos llenó de preocupantes incertidumbres. Así en la historia, la política, la moral, el arte, la ciencia, la filosofía, el sentido de la vida… En fin, un siglo con mala leche, hijo de otros dos siglos que formaron un matrimonio de conveniencia. ¡Natural que fuera como fue su desdichada prole! Lo peor es imaginar lo que puede pasar con los nietos.
El hombre se ha vuelto un animal desconcertante, siempre dispuesto a conspiraciones de todo tipo. Yo, por lo menos, veo clarísima la secuencia: primero nos comimos una manzana y luego devoramos el producto de su digestión. Primero hicimos de la Razón la razón de nuestra rebeldía; luego, de nuestra rebeldía la razón de nuestra sinrazón. Yo creo que con la manzana era suficiente: lo otro es coprofagia.
Entre tanto, Dios, que asiste como convidado de piedra –gracias a nuestra acidosis– al espectáculo, debe de estar aburridísimo. O infinitamente triste... ¡Porque también es posible creer en su infinita tristeza!
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Pero las matemáticas se apoyan en axiomas de los que viven sus bellos teoremas. Y los axiomas son certidumbres incuestionables. Bueno, esto era así hasta que en el siglo pasado Gödel puso una zancadilla a tanta hermosura. Porque desde entonces ya no podemos establecer la verdad de todos y cada uno de esos pilares indiscutibles. El siglo XX fue un siglo perverso (una pena que yo naciera en él) que se empeñó en buscar inestabilidades en todo y nos llenó de preocupantes incertidumbres. Así en la historia, la política, la moral, el arte, la ciencia, la filosofía, el sentido de la vida… En fin, un siglo con mala leche, hijo de otros dos siglos que formaron un matrimonio de conveniencia. ¡Natural que fuera como fue su desdichada prole! Lo peor es imaginar lo que puede pasar con los nietos.
El hombre se ha vuelto un animal desconcertante, siempre dispuesto a conspiraciones de todo tipo. Yo, por lo menos, veo clarísima la secuencia: primero nos comimos una manzana y luego devoramos el producto de su digestión. Primero hicimos de la Razón la razón de nuestra rebeldía; luego, de nuestra rebeldía la razón de nuestra sinrazón. Yo creo que con la manzana era suficiente: lo otro es coprofagia.
Entre tanto, Dios, que asiste como convidado de piedra –gracias a nuestra acidosis– al espectáculo, debe de estar aburridísimo. O infinitamente triste... ¡Porque también es posible creer en su infinita tristeza!
Creo que infinita la tristeza no es, porque la redención está hecha, aunque no lo parezca. Y por eso, pese a toda la razón que tienes en lo que dices, la alegría y la esperanza son posibles, pienso. Y se encarnan todos los días en personas que no saben de matemáticas o sí saben, da igual.
ResponderEliminarUn beso, Antonio.
Y quizá del escepticismo hemos fundamentado nuestra insegura seguridad.
ResponderEliminarMagnífico post. Gracias.
Lo cierto, Aurora, es que las matemáticas (o el pobre Gödel) no tienen la culpa de lo que digo. Tampoco soy pesimista, sino algo que habitualmente no soy: realista. Y si no, al tiempo.
ResponderEliminarUn beso.
El escepticismo y el relativismo (que no tiene que ver con la relatividad): dos antiquísimos pilares de la sofística.
ResponderEliminarUn saludo, y gracias, Sunsi, por tu visita.
Las matemáticas acarician la exactitud. Sólo la acarician, porque se les escapa por mil resquicios, pero le tienen una "querencia" a prueba de cualquier incertidumbre. Como el astrólogo de Veermer a la tierra. Como Dios a nosotros y a todos los siglos en que se ordena el tiempo. Todo irá bien.
ResponderEliminar(Yo no sé de dónde saco esta última conclusión, es que te pones tristón y comprometes a mi optimismo, algún día no tendré de dónde, ya verás:-)
Un beso, Antonio.
Eso es elegancia y amistad, Olga. Yo me pongo taciturno y plasta, y tú me recuerdas a Vermeer, al astrónomo y su enamorada caricia “reconociendo gemas sobre la caricatura esférica de la noche”. Me arrancas de mi recurrente negación... Pero, claro, Vermeer es del siglo XVII, que es el mío, y... ¡Lo ves como es recurrente! No tengo arreglo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Olga. Y, por favor, no dejes de “tener de dónde”
Un beso.
" El siglo xx no ha dado muchos motivos de júbilo".
ResponderEliminarAunque es evidente que nuestra visión del arte y de la personalidad humana ha cambiado radicalmente desde el siglo xvi.
La personalidad nos recuerda que donde mejor y más ampliamente se revelan las personalidades de los artistas, al igual que las obras de arte, es en su contexto, tomando en consideración todos los factores. Sociales, políticos, sexuales. etc.- que los rodean.
En nuestro tiempo los artistas se han convertido en estrellas.
Un beso
En nuestro tiempo, Veridiana, todo se ha convertido en estrellas; de las grandes, además. Todo inmenso, rutilante, exuberante, espectacular. Pero también vacuo, provocado, artificioso. Y no hablo del arte sólo.
ResponderEliminarAunque las estrellas más grandes son las gigantes rojas, que son viejas y prefacio de su destrucción. Algunas, incluso, acaban siendo desoladores “agujeros negros”.
Un beso.
¡ Viva la Via Láctea !
ResponderEliminar... mientras no se llene de "agujeros negros".
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