Sin ánimo de ofender y con terapéutica cortesía, no
tengo más remedio que reconocer la aparición de un trastorno, de rasgos inquietantemente neuróticos, entre algunos hablantes de nuestra lengua. Como
bien es sabido, la neurosis es una afección leve que se caracteriza por la
respuesta indebida y desmesurada a estímulos inocuos. Yo, por ejemplo, no
soporto ver un botón encima de una mesa. Reconozco que es una estupidez, aunque
por fortuna mi neurosis es enteramente inocente: no perjudica a nadie ni se
traduce en ningún tipo de obsesión didáctica hacia los demás; quiero decir que ni por lo más remoto se me ocurre
pretender aleccionar a nadie sobre la idiota peligrosidad de los botones
abandonados en las mesas. Pero cuando no se da esta adversativa fortuna, la
gravedad del síndrome preocupa. A mí por lo menos.
Es el caso que, de un tiempo a esta parte, se han
encontrado pacientes que, al hablar castellano (particularmente castellano, sí; especialmente esta maravillosa lengua), hállanse en vértigo emocional si han de
pronunciar o escribir algún inocente universal
como “hijo”, “niño”, “sospechoso”, etc. La respuesta, desmesurada como
corresponde a la patología, se traduce en una agotadora y compulsiva enumeración
de vocablos alternativos. Y así, no es raro escuchar tríadas del estilo de hijos, hijas, hijes o niños, niñas, niñes o sospechosos, sospechosas, sospechoses. Complicado
por demás, por su innovadora semántica, es el de los genéricos acabados en “e”,
como “paciente”, “practicante”, etc., porque, para dar satisfacción a su
prurito triádico, exige la exótica introducción de pacientos, practicantos y
demás sandeces articulatorias.
A Dios gracias, las posibilidades de contagio son
bajas; diría que inexistentes. Como afirmaba antes acerca de mi neurosis, esto también es una estupidez. Inviable culturalmente, aunque perjudicial, eso sí,
en el marco social, porque sus únicos pacientes son de una casta política que no
siente el menor escrúpulo por contagiar a los hijos de unos padres que nunca
fueron sospechosos de sus lingüísticas majaderías.
Una receta final, como advertí por terapéutica
cortesía, para aliviar a quienes así padecen. Leed con el corazón, mis enfermas
criaturas, a nuestros clásicos, a todos los que hicieron de nuestra lengua un
maravilloso jardín lleno de divinas palabras. Os garantizo que os sanará.
Abril
2021
No sé qué te diga Antonio,
ResponderEliminarEs cierto que los trastornos mentales no son contagiosos, aunque la convivencia con los que los padecen, cuando son importantes - no es el caso del botón- alteran y condicionan a los que se encuentran en convivencia con ellos. Dios nos libre! porque no sé qué vacuna tendrían que administrar a tal fin.
Los que así defienden con esa pasión irracional una idea descubren sin querer un malestar subyacente incontrolable. Perjudican a aquellos que adolecen del mismo llevándolos consigo, lejos de resolverlo, a un estado patológico más grave.
En cuanto a la receta, no está de más esa terapia de inundación que propones, leer y leer, aunque yo personalmente creo que a está enfermedad habría que abordarla desde los cimientos de la infancia con un sistema educativo digno que no posee esté país.
Una sociedad enferma produce individuos
enfermos y cuando la enfermedad se instala a veces no hay terapéutica que la resuelva.
P.d.Me ha encantado lo del "botón"
Un beso
Pues te diré que, evidentemente, yo no pienso que esto sea un trastorno, sino una soberana idiotez. Es puro pensamiento mágico, superchería, ridículo empeño de creer que resuelven las situaciones y los problemas con la articulación de patéticos conjuros. Además, tienen menos futuro que un cubito de hielo en el mes de julio. Puede que en los parlamentos y en las asambleas se castiguen unos a otros (prescindo de “sus letanías” naturalmente) con tales lindezas verbales. Puede que empalaguen de igual modo hasta la náusea los BOEs y los mítines... Pero te garantizo que ni en el habla cotidiana ni en la literatura arraigará nunca tan torticera palabrería.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario.
Un beso
Estoy de acuerdo con lo del cubito de hielo. Y que quieres que diga: que me alegroooooo. Ojalá que se vayan para siempre y no vuelvan.
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ResponderEliminarEstoy convencido de que ese batiburrillo de exóticos significantes, que acosa y violenta nuestra lengua, desaparecerá sin posibilidad alguna de retorno. La lengua es un realidad viva, no un monstruoso experimento a lo Frankenstein de ineficaces morfemas.