A mí me parece un poco temprano para que el parterre de los lirios se haya llenado de esa morada exuberancia. Desde la ventana, que por este lado de la casa es como un primer piso, se ve un círculo cárdeno y silencioso, cerca del eucalipto de hojas aburridas, que parece una concentración de penitentes en madrugada de Viernes Santo. Es una flor que adoro desde niño; tal vez, porque mi madre la adoraba. La ordenación que rige nuestra sensibilidad tiene siempre un origen remoto. Un olor de tierra húmeda, de atardecer modesto y primavera lejana me han venido al escribir estas palabras. Era el momento del día en que se regaban los lirios, las rosas, los claveles, las hortensias… de aquel jardín de la calle de Gómez Ortega, una calle que no tendrá más memoria que la que podamos mantener, mientras vivamos, aquéllos que ocupamos en ella una brizna del tiempo que nos dedicó la eternidad.
Los lirios del parterre, sin embargo, son ajenos a la melancolía humana. No se conocen, no se recuerdan, no se reprochan, no se hablan. No tienen que justificar nada acerca de su palabra de belleza. Son espectáculo neto, sin tristeza ni preocupación por tener o no que serlo. Uno no puede evitar cierta envidia ante esa inocente indiferencia que libera, entre otras cosas, del dolor del recuerdo o la preocupación del olvido. Y tal vez en eso consista la pureza, que es al cabo el emblema de los lirios: ser sin dolerse ni mirarse, cumplimiento riguroso y modesto de la lágrima de esencia que hemos recibido, probablemente, sin merecerla.
Hermoso, como merecen los lirios.
ResponderEliminarSi, es cierto. Se repiten sus ciclos casi idénticos, sin memoria , sin nada que les haga estremecer; un olor, un tono de luz,una brisa concreta.
ResponderEliminarA veces envidiable.
Ana
Gracias, Julio, los lirios son, en efecto, hermosos.
ResponderEliminarEse es el tributo, Ana, de la conciencia: darse cuenta de la felicidad, pero también de la tristeza. Sí que, en ocasiones, da envidia su ser disciplinado.
ResponderEliminarGracias por la visita.