Ir al contenido principal

Nietzsche y los pájaros insignificantes


He mirado hacia atrás, he mirado hacia delante, y nunca he visto de una sola vez tantas y tan buenas cosas. No en vano he sepultado hoy mi año cuarenta y cuatro, me era lícito sepultarlo, (…) ¿Cómo no había de estar agradecido a mi vida entera? Por eso me la voy a contar a mí mismo.

Siempre me ha hecho gracia este final del prólogo (toda una autodedicatoria) con que Nietzsche abre su Ecce homo. Una explosión de vitalismo a lo grande; de vitalismo, gratitud y autoafirmación grandiosas. Es el 15 de octubre de 1888, cumpleaños de última claridad del padre del superhombre. En realidad, sólo le quedan cuatro meses de lucidez. Después, una sombra de dependencias, durante once años, hasta la noche definitiva.

El Ecce homo es la autobiografía de un dios (la minúscula es intencional) a través de su obra; o, como Teófilo Urdánoz indicara, “una confesión al revés”, una confesión que no es confesión en su sentido habitual, sino aplauso de sí, regalo de sí mismo en homenaje a sí mismo. Con todo, se entiende la explosiva vanidad.

Desde la condición meramente humana, uno atraviesa, igual que los dioses, la misma contingencia de añadirse años a la vigilia de ser. Pero uno no tiene vida ni obra que merezca la pena contarse. Uno sólo ha salpicado con unas cuantas palabras a los demás, como los neumáticos ineducados que maltratan los charcos de la calzada para enfado de los paseantes. Y, como uno no puede regalarse de ese modo en el día de sus días, hete aquí que la “naturaleza agradecida” le ha homenajeado en la tarde de hoy: sabedora de su particular y extravagante amor a la lluvia, y a pesar de las sequías contumaces, ha decidido abrir los cielos a las siete de la tarde para volverse tormenta de abril, escándalo de olores en tierra humedecida, fuegos de artificio con truenos y relámpagos... Un verdadero regalo.

¡Para que luego digan que no es cierto que Dios está pendiente de sus pájaros más insignificantes!

Comentarios

  1. Sí: por fin la lluvia. Qué distinto suena y se mira todo.

    ResponderEliminar
  2. Aqui la lluvia canta
    indecisa
    imprecisa
    como si le doliera caerse.....


    Ana

    ResponderEliminar
  3. Puede que lo de sepultar su año cuarenta y cuatro, más que lícito, fuera premonitorio. Hablemos de nacimientos entonces ¿hay un año no sé cuantitos que nace? Si es así: ¡¡Felicidades!!

    Y que sigas metiéndote en el charco muchos años, que a estos paseantes les encanta ponerse perdidos de barro. Y que siga lloviendo, que tiene toda la pinta de que sí.

    ResponderEliminar
  4. Bonito símil, Ana: “como si le doliera caerse…” Aquí, ayer cayó con escasa delicadeza, como una pasión fuera de sí, loca, casi brutal. Pero no me importó.

    ResponderEliminar
  5. Pues sí que hubo año, Pasabaxaquí, y son “muchitos”, “demasiaditos”... ¡Ni siquiera el diminutivo consigue aligerarlos!
    Gracias por tu felicitación y todo lo demás.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares

La metáfora amable

El mundo está tenso, enrarecido. Casi todo lo que uno oye o lee es desagradable; y si no lo es, parece contener un inquietante presagio. A los felices veinte del pasado siglo les sucedieron los amargos treinta y los trágicos cuarenta. Latía extraño el hombre, y cuando el hombre late de ese modo, algo podrido cocina la historia. Cientos, miles de veces ha ocurrido así. Para Sísifo –siempre Sísifo–, al final del esfuerzo sólo está la derrota. Su modesto placer de coronar la cumbre es efímero y repetidamente inútil. No hay paz ni paraíso al cabo de la escalada; sólo desolación, tristeza, crueldad, destino… ¿Existe el destino? ¿Debe ocurrir siempre lo que siempre ha ocurrido? ¿Es de verdad la historia la brillante sustitución de la fatalidad natural por la libertad humana o es simplemente la metáfora amable de la ‘ordenada’ crueldad de aquélla? Las especies combaten, y se destruyen y sustituyen. ¿Y las culturas? ¿Y los pueblos del hombre?... ¿Qué de especial creímos ver en los h...

Napoleón y el ruido

. Lo he oído de dos formas sutilmente diferentes: la música es el más bello de los ruidos, pero ruido al fin ; y, la música es el menos molesto de los ruidos … Se parecen, desde luego, pero la primera afirmación suena más física y la segunda más militar , más napoleónicamente militar . Es probable, no obstante, que el tímpano de Napoleón, acostumbrado al eco grave y sordo de la pólvora negra, estableciera tan duro contraste entre el ruido y la música con intención que se nos escapa: tal vez pretendía dignificar a aquél, antes que menospreciar a ésta. Si así fuera, yo aplaudiría la frase porque la pólvora negra estalla con la cadencia subterránea y profunda de una tragedia griega. La otra, sin embargo, la que llaman sin humo –la de nuestros días– revienta los oídos como una telenovela hortera de media tarde. Naturalmente, esto es una apreciación muy personal. Lo que es evidente es que hay vibraciones de las moléculas del aire que incomodan – ruidos – y otras que no – música –. Las prime...

La tristeza de la inocencia

Por Julia y a su hijo Julio Me han llegado noticias tristes por ese golpe tan temido de los teléfonos, repentinos y traidores como es su costumbre. Un familiar lejano, una mujer, mayor desde luego, aunque eso... ¿qué importa? …Y  he pensado en uno de sus hijos; un niño detenido por la vida, varado en una luz de infantil inteligencia que oscureció la caprichosa divagación de un cromosoma y nació bendecido de inocencia interminable. He pensado en ese niño, que ha cumplido ya los años de los hombres, aunque no sus soberbias ni vanidades... Y he pensado en la tristeza y el abandono, un abandono en su caso más cruel por la distancia inmensa de los otros. He pensado en el desconcierto de su ternura mirándose al espejo; y en el estupor de su niña memoria ante el beso sin labios de su madre. Un río de pequeños recuerdos; tal vez, algunas lágrimas; un no saber, un  sí sufrir la soledad repentina, inexplicable...Y el dolor de su alma en carne viva golpeándose desco...

El destino de las supernovas

. . Luz, ¡más luz! J. W. Goethe …somos polvo de estrellas C. Sagan La mayor parte de los átomos es vacío . Al cielo le ocurre algo parecido con la oscuridad. La luz es toda una excepción: un paseo puntual de diminutas y alejadas insolencias. Porque la luz es una insolencia, un atrevimiento, una osadía rodeada de sombras que, al cabo, revienta hastiada de tanta y tan constante hostilidad. Luego se esparce en la noche, como un raro prodigio, y siembra lugares y posibles miradas. Del agotamiento de la luz ante su empresa nacen rincones en la oscuridad, surgen otras diminutas y alejadas insolencias que miran al cielo y admiran su vencida hazaña. Eso dicen al menos los sabios que de aquélla saben. El hombre es la mies de una derrota, el pan de un desastre. Pero también el atleta que recoge el testigo de una rebeldía luminosa. El hombre es un héroe trágico que se obstina en la luz, como la luz se obstina en no ser su contrario. Supongo que es así porque si no, ser humano sería una indecenc...

¿Legalidad o moralidad?

. . …no basta que una acción sea conforme y esté ajustada a la ley para que sea moral; no basta que una acción sea legal, para que sea moral. M. García Morente, Lecciones preliminares de filosofía Lo analizó perfectamente Kant –¡qué bien lo explica García Morente!–, una cosa es que nuestra acción se acomode al deber y otra muy distinta que lo que hacemos lo hagamos porque es nuestro deber . No es un juego de palabras. No es diletantismo filosófico. Es una definición de la distancia, la enorme distancia, que separa la mera legalidad de la moralidad convicta. Pensaba Kant que si cumplimos la norma para evitar la sanción o alcanzar el aplauso, nadie podrá objetarnos ilicitud ni incorrección en la conducta. Pero la moral es otra cosa; la moral nace de la convicción, no de la convención, amparo o consentimiento de las leyes. Coincida o no con éstas, nuestra acción debe regirse por sí misma, quererse a sí misma, aplaudirse a sí misma. Sólo eso, nada más –y nada menos– que eso, define la mor...

La insolente realidad de las preguntas

El valor de la filosofía   ha estado desde sus orígenes en las preguntas. Las respuestas son ocupación de la supervivencia; las respuestas pretenden la utilidad. Las preguntas, sin embargo, todas esas preguntas que nos atraviesan el pensamiento sin posibilidad de hallar nunca reposo para su esfuerzo; todas ésas tan denostadas, tan perseguidas, tan ninguneadas por la vanidosa razón –ilustrada primero; instrumental, después; confusamente empirista, siempre–; todas las que desde el siglo XVIII han sido desviadas, sistemáticamente, a la sección de Salud mental por la iniquidad mercenaria de los súbditos de la desesperanza, no sirven para nada; o, mejor dicho, resisten el asedio de la nada. Son, como los acantilados ante los envites del mar, una rocosa fortaleza del alma, un cerco amurallado para el hombre. Porque hablar del alma es hablar con ellas y no querer hablar de ellas es desarraigar al hombre La grandeza de la filosofía está –o estuvo– en no poder responder, en no a...