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No tengo ganas de septiembre. No tengo ganas de hacer recortables con el alma ni de mirar paisajes que no existen ni existieron, ni van a existir nunca. No tengo ganas de empezar otra colección de sueños en fascículos para no acabarla nunca.
No tengo ganas de septiembre –que ya está, como quien dice, a unas pocas zancadas, a un puñado de horas en el calendario–. Esta vez no; esta vez estoy septembrinamente desganado. ¡Sabe Dios por qué! Bueno, Dios y yo; porque, aunque me esté mal decirlo, de las cosas que tratan sobre mí, sólo Dios y yo tenemos conocimiento. Esto irrita a mucha gente, sobre todo a quienes encanta invadir el alma ajena. La mía es “territorio comanche”, que, como Pérez Reverte afirma, es “el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta”.
No tengo ganas de septiembre porque su tierra prometida es yerma: apunta a lo de siempre, que después se hace nunca, y se ampara en sepulcros blanqueados; pervierte mentirosamente el horizont...