Cuesta una barbaridad. Es como
levantarse de una larga convalecencia. Flaquean las palabras; son inseguras,
igual que el músculo acostumbrado al tedio, a la postración. Pero un día, de
repente, el alma se da el alta. Y siente ganas de incorporarse, de echar a
andar y pasear por su viejo dormitorio, de levantar las persianas del silencio
y comprobar si ya es de día, si ha vuelto a ser de día después de tanta noche.
Comprueba entonces que el verano se ha convertido en otoño y el otoño en premonición
del invierno. Y que el mundo sigue estando donde estaba y tan poco bien como
estaba antes. Dan ganas de no salir, para qué engañarnos. Flaquean las palabras
desde luego: la voluntad de su destino descubre un pobre entusiasmo. Pero es voluntad. Al fin y al cabo, voluntad, un órdago de la sinrazón. Y,
como Lázaro, el alma se levanta y anda.
Un buen amigo, los buenos amigos lo
son por su capacidad de tocarnos el corazón, me ha regalado hoy, sin
merecimiento por mi parte, un bello CD (qué feo queda esto de llamar a las
cosas con acrónimos extraños): Friar
Alessandro… Yo creo que la voz del ser humano es una de las muchas metáforas
de Dios –bueno, lo creo de todas las ‘voces de la vida’, tal vez, porque soy
onomásticamente franciscano–, pero esta tarde la voz de este hijo del Poverello me ha sacudido el alma. Ha
sido en alianza con Schubert porque el Ave
María me ha rodeado la memoria de un circunloquio de emociones. Recuerdo
habérsela oído cantar a mi padre cuando yo era niño y me parecía normal que un
padre llevase tanto prodigio en la garganta. Por entonces me contaron que en la
boda de la que fuera mi madrina también la cantó en la iglesia. Hace mucho
tiempo de esto (últimamente hace mucho tiempo de todo). Yo tenía una pobre
edad, tan pobre que soy incapaz de evocarlo, por eso me emociona escuchar lo
que recordar no puedo. Sobre todo, porque ahora mi padre es un hilo
entrecortado de sonidos, un balbuceo de agotamiento que firma con silencios lo
que Dios le concedió de maravillas.
Y por eso este titubeante retorno
es tan personal y tan poco importante, porque el alma tiene ya pocas ganas de
pasear por el mundo y sólo quiere recorrer su empolvada, propia y humilde
buhardilla, ese último refugio en que el sentimiento tiene nombre de memoria y
la memoria apellidos de olvido.
Se lo dedico a mi padre, que en septiembre tuvo el coraje de cumplir
noventa y nueve años; en octubre, la contrariedad de estar ingresado en un
hospital durante nueve días; y en noviembre, el bendito arrojo de seguir hablándome
(menos y más débilmente cada vez) en una lengua extraña, que no logro entender,
y a la que yo respondo en otra común, que, probablemente, tampoco él entienda…
¡Pero...cuanto me alegro de tu vuelta! Hasta hoy no me he paseado por tu garita de centinela, pero ¡qué sorpresa! ¡Y que alegría!, espero que tu período de convalecencia sea rápida amigo mío. Me alegró que ese CD de tu amigo haya tocado tu corazón y te haya invitado a volver de nuevo y a hacerte revivir preciosos momentos compartidos - tantos momentos... - con tu padre con el que aún tienes la suerte de compartir algunos más.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte y un beso.
Muchas gracias, Doña-A, por tu siempre cariñosa compañía; aunque no tengo muy claro si he “vuelto” del todo o sólo un poquito.
ResponderEliminarUn beso.
Querido Antonio: me alegro tanto de tu vuelta (o media vuelta) como me entristece saber que el estado de tu padre es el que cuentas. El coraje de cumplir noventa y nueve años...
ResponderEliminarUn beso, maestro, y mucho ánimo.
Un abrazo enorme, Antonio.
ResponderEliminar[Qué ganas de dártelo en persona]
Siempre gracias, Olga, por tu cercanía. En la palabra y en el corazón. Mi padre está mejor, aunque seguimos hablándonos en lenguas extrañas. Con todo, creo que nos entendemos mucho más de lo que nos decimos.
ResponderEliminarUn beso.
...¡Y las pocas facilidades que doy yo, querido amigo, para que ese 'abrazo' ocurra!
ResponderEliminarPerdona mis ausencias de sus oportunidades, pero, ya sabes, la vida es estúpidamente complicada.
Vaya, en su lugar, este también fuerte abrazo mío.
Creía que gozabas de un año sabático,por enfermedades cercanas,no es tan gratificante.
ResponderEliminarMe alegro que tu ventana se abra y como en la película de Hitchcock podamos espiar...
Un beso de optimismo.
En primer lugar, Veridiana, gracias por tu fidelidad a estas pobres palabras: sin que te conozca de nada, hace no sé cuánto tiempo que les dedicas una generosísima –e inmerecida por mi parte– atención.
ResponderEliminarEn segundo lugar, no quiero que haya confusiones. Si en el primer párrafo hablo de “convalecencia”, es sólo metafóricamente para referirme a mi largo silencio. En cuanto al ‘ingreso’ de mi padre, ha sido breve y, a D. g., no grave. Sin duda, tiene una naturaleza muy fuerte; pero son muchos años y me produce una enorme melancolía el cada vez más inviable encuentro de nuestras memorias.
Por lo demás, ojalá resultara yo tan interesante como esa “indiscreta” ventana o cualquiera de las otras que Hitchcock nos abrió en el cine.
Un beso
Feliz Navidad Antonio!!!
ResponderEliminarUn beso.
Muchísimas gracias, Veridiana, una vez más… Como siempre, vamos… Porque siempre estoy dándote las gracias.
ResponderEliminarSe me han vuelto un poco amargos estos días: mi padre ha recaído. Es normal, ya lo sabemos, pero lo normal también es triste. Es más, estadísticamente en este mundo, y a pesar del marketing de la alegría, lo triste es lo normal. Qué le vamos a hacer. Pero no me voy a poner derrotista. La voluntad no lo es (o no debe serlo). Así que, de la mano de ella, Feliz Navidad.
Un beso.
Feliz Navidad, Antonio. Mucho ánimo.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Gracias, Francisco, además de un enorme poeta eres una gran persona.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo y feliz Navidad.
Feliz año, profe, ojalá que te vaya bonito.
ResponderEliminarUn beso.
Muchas gracias, Rocío, y mucha felicidad.
ResponderEliminarUn beso