La formulación, en mi opinión más elegante, del imperativo categóríco kantiano aparece en la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres y dice así: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio. No creo yo que un acto que merezca el aplauso de la recta moralidad pueda apartarse ni un ápice de esa idea de la humanidad como fin único del mismo. Y no se trata de moralinas o buenismos ortopédicos, esos artificios morales que tantos se calzan para caminar por encima de la basura que ellos mismos unas veces provocan, otras consienten y las más instrumentalizan para sus impresentables ambiciones. Por otra parte, cualquier concepción del ser humano pensada con mayúsculas (soy consciente de que en estos días hay punteras personalidades a las que esto les resulta imposible) es moralmente incompatible con las ideas de medio o instrumento, es decir, con su cosificación. Queda claro, pues, que el mandato vertebral kantiano para la moralidad de nuestros actos es noblemente sencillo: la humanidad debe ser siempre lo que persigamos y nunca de lo que nos servimos. Por eso dije que era elegante, porque es sencillo y es noble.
No vemos, sin embargo, que exhortaciones morales tan rectas y bien pulidas hallen mucho eco (ninguno tal vez) en las costumbre y usos que rigen nuestros días. No digo en sus voces y palabras, donde pudiera parecer que sí lo hacen, porque la corrupción del lenguaje vigente es muy penosa acreditación para la credibilidad de su sentido. Los hechos, una vez más, mandan; y en ellos poco o nada se ve de concordancia entre lo que se dice y lo que se hace. La demagogia es la escombrera más maloliente de los quehaceres políticos y éstos son, por desgracia más de lo que uno quisiera, paradigma de la utilización de la persona para los intereses espurios de los demagogos. Así que en los modelos en que el ciudadano humilde ha de mirarse, lo que más se ve es justo la antítesis del impecable imperativo kantiano; es decir, que se usa su persona, que se le cosifica, que se le degrada, que se le miente, que el bien se le escamotea y la verdad se le falsifica. El ciudadano humilde, al que se cita en las urnas y se convoca en las manifestaciones, es tratado como la tesela de un mosaico que adorna los jardines ideológicos de la corte (o casta) de los farsantes. Pobres piezas, tristes piezas, humanidad degradada, condenada a convertirse en daño colateral de cualquier tragedia que ocurra para exhibición de sus líderes más despreciables.
La pandemia que estamos sufriendo debería ser una ocasión de oro para mostrar hasta qué punto la política es la superación de la ética, como aseguraba Aristóteles, y hasta qué extremo la humanidad de la persona tiene que ser el único fin de sus acciones (no sólo de sus palabras), como exigía el imperativo kantiano. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Lo que realmente uno observa es que muchos utilizan esta pandemia para la rentabilidad electoral de su partido; y esto, séase del color que se sea, tiene un nombre para sus ejecutores: miserables. Para ellos la política es un maquina prodigiosa que convierte la muerte, el dolor, la soledad y la pobreza primero en una pancarta y luego en su beneficio. Con este tipo de gente la protocolaria distancia del Covid-19 es insuficiente y la lejanía moral es ilimitada. Dejémoslos sin más en su basura.
Septiembre 2020
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