Durante los muchos cursos (cuarenta y seis para ser exacto) que estuve dedicado a la enseñanza siempre creí −e intenté− que la cimentación del pensamiento crítico fuese uno de mis objetivos prioritarios, convencido, además, de que los tres mil y pico millones de años que llevaba invertida la vida en su desarrollo se merecían esta mínima consideración. Naturalmente, el pensamiento, como actividad que es, necesita serlo sobre algo; y este algo son los datos. Si no hay datos, no hay pensamiento; y si no se contrastan objetivamente, no hay pensamiento crítico. Es más, no hay ni opinión; sólo un amontonamiento de palabras apedreadas por emociones incapaces de ir más allá de sí mismas. De lo que no me cabe la menor duda es de que tales datos, por simple practicidad, deben estar incorporados a la memoria propia, y no delegada su posesión exclusiva a los almacenes de que se obtuvieron, llámense internet, como algún ministro predica, o bibliotecas, como siempre se supo que lo eran. Este enfermizo afán de algunos por considerar que la red de redes supone una liberación de los esfuerzos en el aprendizaje me parece, amén de una gran mentira, un empeño de sospechosa intención. “Gran mentira”, porque no se trata de “liberar”, sino de “facilitar” la universalización del aprendizaje (y con ello estamos de total acuerdo); “empeño de sospechosa intención”, porque el propio término web está cargado de connotaciones engañosas, tramperas y cinegéticas.
Por si lo dicho fuera poco, las actuales “redes sociales” lo único que han conseguido es empobrecer, más si cabe, las ideas de sus adictos. Sus mensajes, breves, son fáciles; pobres en datos, no exigen esfuerzo de comprensión ni análisis de ningún tipo; apuntan a zonas del confort visceral establecido por el poder, y desencadenan respuestas sencillas −a nivel abdominal más o menos− sin mayor complicación intelectual o moral compromiso. Digamos que se trata de respuestas convencionalmente ortodoxas y absolutamente previsibles. Comunes, por lo tanto, y por desgracia indecentes. Porque concluyen sin saber, juzgan sin concluir y condenan sin juzgar. En otras palabras, son mecanismos de alienación unas veces y de linchamiento otras; muy rentables, eso sí, para los “negocios” de cierta clase (no sé si aún se puede decir “casta”) política, a la que también, por cierto, entusiasma la participación en ese circo.
Parece evidente que en tales circunstancias no hay mucho lugar para el pensamiento crítico y, en consecuencia, ninguno para su desarrollo: poco se puede esperar si las ideas están en duermevela permanente. Digan lo que digan quienes se pavonean de progresistas, esta España es una caricatura del progreso, una nave decadente que está estancada en media docena de eslóganes con olor a rancio y a buhardilla y no va hacia ningún horizonte; una nave cuya tripulación ha despreciado la potencia de la dialéctica en su afán de arrinconar todo lo que le incomoda porque es incapaz de contrastar ideas y de afrontar la imagen deformada que le devuelve el espejo de sus pesadillas (¡todavía los esperpentos de Valle!); una tripulación que cuando se confunde no tiene el valor de reconocerlo públicamente y corregirlo por tanto, sino que se enroca en un charco de patéticas justificaciones. Hoy en día, todo el mundo parece muy dispuesto a pedir perdón por lo que hicieron unos antepasados que no le importan lo más mínimo, sin embargo, no he visto aún a ningún dirigente hogaño reconocer personalmente un error ni responsabilizarse de un daño causado por él. Soberbios y vanidosos a fin de cuentas, les cuadran mucho mejor las palabras del Conde Lozano en Las mocedades del Cid:
...Procure siempre acertalla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal,
defendella y no enmendalla.
Y es que donde no hay pensamiento crítico, tampoco habrá nunca autocrítica; y si lo primero embrutece a las tripulaciones, lo segundo envilece a los almirantes.
Septiembre 2021
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