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De Epiménides a la posverdad

 

La palabra posverdad es una palabra jovencita que anda por nuestros días causando más daño que beneficio, entre otras razones porque es una palabra okupa, un signo que ha venido a invadir el domicilio habitual de la verdad y no parece haber nadie que intente desalojarla.


La verdad es algo que últimamente parece importar bastante poco. Como adecuación del conocimiento a los hechos o coherencia del pensamiento con sus enunciados, en ambos casos parece que ha dejado de interesar al mundo. En lo primero, por lo que podríamos llamar la pandemia de lo opinable, es decir, esa enfermedad de la ignorancia que hace creer a cualquier indocumentado que lo que él opina es tan verdadero -¡o más!- que lo que ha comprobado y sabe el experto. En cuanto a lo segundo, esto es, que lo que se diga se corresponda con lo que se piensa, la patología imperante tiene otro feo diagnóstico: el cáncer de la rectitud o, en términos acordes con una estúpida cultura actual, la “cancelación” de la autenticidad. El mentiroso, el falso, el embustero han dejado de ser tales y se han incorporado al mundo en la nave de la posverdad, esa basura que el DRAE define como distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. A primera vista y según esto, no habría de qué alarmarse: ya Sócrates y Platón arremetían contra el indecente uso que hacían los sofistas de su discurso. Entiendo yo, sin embargo, que lo de ahora es mucho más grave. Empezando por la misma palabra: posverdad. Ese prefijo pos o post alude a lo que viene después de, y ello, en tiempos tan antimanriqueños como los nuestros para los que cualquier cosa anterior fue peor, condena al lexema verdad a la categoría de lo ya superado y por tanto prescindible. Así pues, el término posverdad tiene una morfología perversa y un significado embaucador y distorsionador que hace su agosto en colectivos de poco seso y mucha víscera. Toda una bicoca para falacias y embustes de la política más rancia. Los ejemplos al respecto abundan sobremanera.


Un experto politólogo y afamado expolítico hace poco afirmaba literalmente: “yo ya no soy político, puedo decir la verdad”. Aparte del personal reconocimiento de haber padecido el cáncer de la rectitud o, lo que es lo mismo, haber sido un avezado navegante de la posverdad, hay que lamentar el espacio tan poco honroso que reserva a los que se ocupan, o como él se ocuparon, del objeto de su especialidad. Según esta respaldada afirmación, ser político es condición suficiente -¡o necesaria!- para no decir la verdad; es decir, los políticos siempre mienten. Me ha venido con ello a la memoria una viejísima paradoja que tenía un protagonista mentiroso: Epiménides el cretense; paradoja que yo adaptaría aquí del siguiente modo.


Epiménides, el político, dijo: los políticos siempre mienten. ¿Dice Epiménides verdad? Veamos. Si es verdad lo que afirma, dado que él es político, tiene que estar mintiendo y, por tanto, no puede ser verdad lo que está diciendo; aunque, pues que mintiendo está, entonces es verdad lo que dice y, por tanto, no puede estar mintiendo. Vamos, que si es verdad, es mentira y si es mentira, es verdad. ¡No hay forma humana de saber si miente o no Epiménides!


En mi pobrecita opinión, lo mismo ocurre con la afirmación del experto politólogo y afamado expolítico; aunque en su caso, tras la aparentemente confusa burla lógica (las paradojas siempre lo son), se oculte una nítida burla moral: él sabe -y miente para embaucar cuando lo niega- que esa frase sólo la construye la hipócrita autenticidad de un político.


He aquí un ejemplo de cotidiana y lamentable posverdad.




31 enero 2022

Comentarios

  1. Ante la clásica afirmación de que los políticos siempre mienten, lo paradójico en las democracias representativas es que si el ciudadano se siente engañado por el político que ha votado al no sentir satisfechas sus demandas, puede optar por votar a otro. Esto introduce un elemento de obligación ante el candidato político que debe procurar que aquello que dijo o prometió debe corresponderse con aquello que hizo o hará.

    Por lo tanto, aunque los políticos no siempre digan la verdad, deben esforzarse por cumplir las promesas contenidas en su programa electoral y garantizar cierta verosimilitud entre sus palabras y sus acciones.

    El juicio sobre si lo que un político dijo es verdad o es mentira queda en manos de los electores. Si los electores consideran que mintió, se tratará de una mentira ilegítima y que, al no ser aceptada por los votantes, puede suponer el final de la vida pública de un político. Aunque los políticos pueden mentir, la ciudadanía tiene la posibilidad de castigarles electoralmente si se siente engañada o defraudada.

    Vaya rollo que te escribo.
    Bueno, igual te mando un beso

    ResponderEliminar
  2. Naturalmente, Susi; pero el problema no es si mienten o no los políticos, el verdadero problema es la posverdad. No se vota sobre hechos o razones, se vota sobre emociones y visceralidades. La posverdad, en mi opinión, está causando estragos en las sociedades teóricamente más avanzadas. Y hay que tener mucho cuidado, que esto empieza a parecerse demasiado al primer tercio del siglo anterior.

    Un beso y gracias por tu acostumbrada visita.

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