Hay pueblos primitivos que se niegan a que les fotografíen porque piensan que se les roba el alma.
El etnólogo y fotógrafo Guido Boggiani (1861 - 1901) quizá haya significado un dramático testimonio de ello. No obstante, hay que reconocer que, a pesar de todo, los pueblos primitivos no son tan primitivos como pensamos. A decir verdad, las fotografías, como casi todo lo que nos rodea, tienen alma. No estoy desbarrando, no estoy defendiendo una especie de neo-animismo, aunque reconozco que, en tiempos tan fecundos en parir doctrinas estúpidamente extravagantes, no es de extrañar que se sospeche tal cosa. Cuando digo alma, en casos como éste, me refiero a esa colección de detalles de nuestra vida que quedan emparentados con los objetos que la acompañan. Lo malo es que no reparamos en ellos; lo malo es cuánto perdemos de nosotros y del mundo por no hacerlo.
Una fotografía es mucho más que la parmenídea paralización del tiempo para gozo o disgusto de la memoria. Una fotografía es una lección vital que nos permite examinar atentamente todos los pormenores que rodearon un momento y se empaparon de nuestra existencia, por más que entonces nos pasaron desapercibidos. Da lo mismo qué cosa fuera, cualquiera con un rasgo inequívoco: una mesa común, un rincón infrecuente, una flor llamativa, un anillo, un adorno, una calle… Todos esos humildes testigos son vida y palabra. Si detenemos la mirada en ellos, empiezan de pronto a contarnos qué hacían allí, qué alma estaban absorbiendo esa mesa que salpicó tal vez una mentira, aquel rincón que pudo fascinar un deseo oculto, aquella flor que quizá trasmitió un código silente… El amor o el desamor, la lealtad o la deslealtad, la alegría manifiesta o la tristeza disimulada. Nada escapa al diafragma raptor de las cámaras oscuras. Un detective de la talla de Sherlock Holmes sería capaz de resolver el más elaborado de los crímenes analizando minuciosamente una simple fotografía. Y cualquiera de nosotros también; bastaría que nos propusiéramos tan exquisito análisis.
Por eso, tal vez, hay gente que no soporta mirarlas; gente que ni en broma quiere ver inmovilizado el río de Heráclito ni perpetuado al bañista en su escenario. Sin embargo, por mucho que graznen los sepultureros de la metafísica, vivir es fotografiar la parálisis que decidimos ser en un momento; y ese momento ya siempre será así, nos incomode o nos satisfaga. El alma de las fotografías no es más que su inocente testimonio, la ignorada causalidad que, si encadenamos aquéllas, es capaz de desentrañar el relato de todo lo que ha sido nuestra verdad... o empieza a ser nuestra tristeza.
Yo creo, Antonio, que la fotografía es un intento por retener la vida que se nos va. De no olvidarnos que a veces, fuimos felices, pues de alguna manera siempre tratamos de secuestrar aquellos instantes que aportaron bienestar a nuestra existencia. Un intento de guardar los recuerdos que poco a poco se van desvaneciendo como si fueran jirones de niebla.
ResponderEliminarNos ayuda a saber y a no olvidarnos de quienes somos y de cómo hemos vivido.
Un beso
Gracias, Susi, por tu visita y tu aportación. Por supuesto que las fotografías significan emocionalmente lo que tú dices. Yo simplemente hacia algunas consideraciones sobre el ser estático de aquéllas y el inevitable dinamismo de la vida, ésa que se nos pasa convirtiendo lo que aún no-es (el futuro) en lo que ya no-es (el pasado). La fotografía no es vida; la fotografía es “ser”; un presente inactual que detiene el fluir y se queda con un nosotros, inalterable ya, en su también inmovilizada circunstancia. A eso es a lo que llamaba aquí, el alma de las fotografías.
ResponderEliminarGracias de nuevo y un beso
Es algo estático,sin duda, pero de repente en algún lugar de tu cerebro pone en movimiento.la vida.
ResponderEliminarPero tienes razón.
Un beso
En ese caso, tendremos que considerar que las almas de las fotografías son las nuestras criogenizadas. Pudiera ser.
ResponderEliminarGracias otra vez.