El ecologismo configura uno de los horizontes ideológicos más respetados en nuestros días. El cambio climático, el deterioro de los océanos, la destrucción de los bosques, las especies amenazadas… La Naturaleza, así con mayúscula, parece pues un objetivo prioritario de las mentalidades más progresistas en el mundo y también aquí, sobre esta tierra de nuestros quebrantos. Me llama sin embargo la atención que tan encomiable preocupación no vaya acompañada de la admiración educativa que debiera. Quiero decir que se quiere cuidar la vida del planeta sin que nos interese aprender nada de ella. Porque la Naturaleza es una narración ejemplar de la aparición, el desarrollo y la evolución de la vida. Goza de auténticos elementos didácticos: problema, ensayo de respuestas, selección entre éstas y conservación de la adecuada en la memoria genética. Y con esta primera mochila de aprendizajes, afrontamiento de un nuevo problema y repetición del proceso. Así sobrevive la criatura, así se adapta a los cambios y así, cuando estos son muy violentos, se selecciona la especie con el equipaje de saberes más idóneo. Y evoluciona la vida.
La Naturaleza, que queremos ahora respetar, en realidad es la cronología portentosa de un progreso en que el pez es antes que el reptil y el reptil antes que las aves, en que el mamífero ocupa el espacio de un desastre y, en la lección provisionalmente última, el ser humano se adueña peligrosamente del planeta. Y lo cierto es que todo el aprendizaje de aquélla está ordenadamente impreso en cada criatura y en la naturaleza, ahora con minúsculas, de cada una de ellas; la supervivencia exige que así sea. Nuestro encéfalo, sin ir más lejos, tiene un cerebro reptiliano en su fondo más interno y el neocórtex, arriba, en la superficie de aquél.
Afirmaba Ortega que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. No quería decir con ello que nosotros careciéramos de ese compendio de aprendizajes que llevan en su ser todas las criaturas, sino que si sólo dispusiéramos de aquél, seríamos como ellas: animales o vegetales. Nuestra realidad exige nuestra construcción, nuestra historia, que es el desarrollo de la libertad; y la construcción de nuestras construcciones configura la Historia, ahora con mayúscula, que es la realización temporal de nuestra especie. Y aquí es donde debo recalcar lo que decía al principio: la rara preocupación por conservar algo de lo que no se quiere aprender. Si la Naturaleza, que admiramos y decimos amar, es en realidad la cronología del progreso de todas sus criaturas cuyo temporal orden lleva cada una en su propia esencia, ¿como puede la estupidez de un ministerio coyuntural convertir el estudio de la Historia, que es la cronología de nuestra realidad humana, en un desordenado popurri de bloques con un olor a sacristía laica que echa para atrás?
Con tales mimbres hay un riesgo previsible, para desolación de Ortega, de que el hombre se quede sin naturaleza y sin historia; de que se convierta en una especie de amorfia vertical carente de pasado, náufrago del presente y despojo en el futuro.
Comentarios
Publicar un comentario