No merecieron nunca mucho aplauso. En realidad no merecieron ninguno. Fueron, como esas hierbas que asoman a veces por los bordillos de las aceras o entre las grietas de las calzadas, una tilde de vida que no acentuó pálpito alguno, un arañazo de luz que no supo herir ninguna oscuridad. Sin embargo, ahí están, enterradas, hundidas en el alma, sosteniendo la vida que me queda, el sueño que aún resiste, el amor que sigue inventándose con tesón, con voluntad empecinada. Como este “objeto molesto” de un noviembre de hace algunos años… ¡Viejas palabras de viejos atardeceres!
Lo he puesto en un rincón de la mesa, detrás de los altavoces del ordenador, que, por cierto, no funcionan. Luego me he sentido inquieto: me distraía tenerlo tan cerca, no podía evitar mirarlo de cuando en cuando. Así que lo he guardado en el primer cajón de la otra mesa, la que queda a mi izquierda, la que parece, la que sigue pareciendo por mucho que me empeñe en lo contrario, una papelería entrópica. Y nada; otra vez igual. Ahora no lo veía, es cierto, pero no podía ignorar que estaba ahí. Un poco enfadado –últimamente me enfado con una facilidad pasmosa– lo he sacado de su embarullada residencia (hay que ver ese cajón para comprender el epíteto) y me lo he llevado a la estantería que queda a mi espalda cuando escribo. He sacado los tres tomos de las “Obras escogidas” de Lope y lo he embutido detrás con impaciencia evidente. Cuando he vuelto a sentarme, ha empezado a dolerme la nuca, y la espalda, y el respaldo de la espalda, y las patas traseras de la silla…
No sé qué hacer con él. Me molesta, me abruma, me distrae, me confunde. He estado indagando por cuánto podría venderlo. Una miseria: la oferta más alta no ha llegado a cincuenta euros; además, el supuesto comprador tenía un gesto despectivo y una intención improbable. Así que, nada: vuelta a casa para dejarlo en su sitio. Y volver a trabajar con sus vacíos y sus zarandajas, con la aburrida puntualidad de sus averías y las advertencias inquietantes de su silencio, con su mal engrasada tristeza, con su narcisista obsesión de no dejarme en paz…
No sé qué hacer con él. No sé dónde poner el corazón para que no moleste.
Nov 2007
Y que fuertes, y que dignas de admiración, Antonio, esas hierbas que son capaces de sobrevivir en condiciones tan extremas. Orgullosas y humildes al mismo tiempo. Viendo pasar la vida y sintiendola, al cabo.
ResponderEliminarEn realidad, son un poco parecidas a ese corazón que parece estar siempre fuera de lugar.
¡Pobre corazón y pobres hierbas que están siempre donde nadie les quiere.!
Un beso
Muchas gracias, Susi.
ResponderEliminarDices bien de esas hierbas que son “orgullosas”; pero no son humildes, son auténticas. Quiero decir, que el orgullo que exhiben es de su insignificancia porque saben, realmente, que son insignificantes. Por consecuencia, su orgullo es de su autenticidad. Nacen entre las piedras sin pretensión. Y son rebeldes. Rebeldes de verdad. No están en ningún jardín recortadas al antojo de los jardineros que les han tocado. Son rebeldes porque “no se llevan” en sus días. Son auténticas porque “no molan” en absoluto. Son, repito, como bien dices “orgullosas”.
Un beso