La vida natural es como un diccionario de necesidades: a la derecha de cada una de éstas aparece escrita la correspondiente satisfacción; y una serie de notas, un exquisito prospecto del proceder debido en cada caso. Por eso lo que uno admira en la naturaleza es la cantidad de respuestas, el disciplinado desarrollo del ser tras la rara afirmación que lo convierte en ser vivo, que, al cabo, es una auténtica peculiaridad ontológica. Pero si en tales diccionarios buscamos la palabra “hombre”, a su derecha no encontramos nada. No ha previsto la naturaleza respuestas eficaces para esta criatura del misterio, no satisfacciones universales, no necesidades de identidad específica. En realidad, su gran necesidad es necesitar; no alisar desniveles, sino provocarlos; no taponar brechas, sino abrirlas; no consumar equilibrios, sino arriesgar locuras. Por eso lo que nos sorprende del hombre es la inmensidad de sus preguntas.
Nada hay peor, nada más aberrante, nada más contrario al ejemplo de generosidad de la naturaleza, que el empeño por disolver unos modos de ser en otros. No se puede leer un texto sin signos de puntuación, no se pueden mezclar conclusiones y premisas. Hay un punto y aparte entre el ser humano y las demás criaturas. Hay una conclusión que habría que mantener siempre a salvo y vigilar su perpetuación.
Uno entiende que haya organizaciones que velan por la supervivencia del gorila, del lince, del oso pardo… Uno comprende que se quieran mantener las espléndidas definiciones del diccionario natural que nos admira. Lo que uno no logra entender es el manifiesto desinterés por la especie de las preguntas inmensas, o, por mejor decir, la descarada tozudez por negarle el vacío grandioso de su misterio... con unos pocos renglones, con una rancia respuesta.
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