Todo empezó con la crisis de identidad de la Metafísica, aquella depresión que le atacó el sistema nervioso (semántico, quiero decir) cuando la hija mayor se le fue de casa, cuando la Filosofía Natural, que entre los amigos acabó usando el hipocorístico Física (que es como Choni respecto a María de la Ascensión), se fue a ver mundo por su cuenta y riesgo, dejando entrever que mamá Ontología empezaba a chochear. La cosa empeoró en el siglo XVIII, en que las hermanas menores quisieron seguir el mal ejemplo. Hume, primero, y Kant, después, aplicaron su cruel análisis para decirnos que los conceptos, otrora brillantes, de la Filosofía Primera no eran sino afeites para disfrazar su decadencia. El escocés los convirtió en meras palabras que no contenían nada; el de Königsberg, en un especie de estanterías vacías (categorías las llamó él), tan hueras como las de Hume, pero destinadas a que colocásemos en ellas los fenómenos, físicos por supuesto (me callo historias posteriores, como el Neopositivismo, para no espesarme).
Resultó, pues, que la Filosofía, que había imperado como referente de verdad durante dos mil años en Europa, estaba llena de signos (emplearé éste término para referirme a “significante”; lo aclaro para protegerme de los puristas) sin significado. No es de extrañar que pronto se extendiesen las salpicaduras de ese destrozo a otros quehaceres del hombre. Roto el valor del signo, éste se fue convirtiendo en otras cosas, siempre como corte ancilar de la intocable ciencia, naturalmente. Y la mancha del horror llegó al arte, y mordió en la poesía, y arruinó la moral, y… Bueno, ya sé que se me tachará de catastrofista, pero me da igual.
Lo cierto es que el hombre es un animal semiótico por naturaleza, y destrozar los signos es destrozarle a él. El niño goza de la intuición genética de ese valor. Por eso, cuando empieza sus primeros tratos con la palabra escrita, trata de emular su grandeza. ¿Quién no ha visto a un párvulo que, sin saber leer todavía, abre un cuento y empieza a parlotear como si estuviera leyendo realmente?, ¿quién no se lo ha encontrado haciendo circulitos o rayajos en un papel para decirnos después que estaba escribiendo su nombre?... El niño intuye una mágica relación entre aquellas menudas oscuridades, que no entiende, y algo que debería entenderse desde ellas. La aberración cultural nuestra consiste en perpetuar ese estado de invención, mantener a la gente en la idea de que el significado del signo procede del santo antojo de quien lo exhibe. Por eso cualquier tontería, hoy por hoy, es arte, es expresión cultural, es manifestación de algo. Basta que exista un portavoz, un patrocinador, un medio que lo anuncie o lo defina. A veces, incluso lo último sobra: basta el anuncio.
Una anécdota tiene la culpa de esta entrada. Hablaba el otro día con mi buen amigo Julio sobre cuánto me molesta ver plásticos enredados en las ramas de los árboles; a lo que me respondió que eso no era nada, que hasta zapatillas había visto él. Ignorante yo, como siempre, no sabía que dicha práctica existe, que es común y extendida, que –ayer lo leí– es un “movimiento cultural” que hasta nombre tiene (se llama “shoefiti”)… y que es un síntoma más de lo que arriba digo, esto es, que el destrozo entre signo y significado, unido a la inevitable naturaleza semiótica del hombre, ha provocado una sandia idolatría y una triste verdad: somos adoradores de la “vaciedad” en un mundo “patas arriba” (dicho sea por lo de ensuciar la visión del cielo con unas deportivas sudadas).
¡Lo que hay que aguantar!
Muy bueno, Antonio.
ResponderEliminarGracias, Julio. Las zapatillas son para caminar, no para pisar el cielo.
ResponderEliminarMe uno a la felicitación. Fantástica.
ResponderEliminar¡Qué haría yo sin vosotros!...
ResponderEliminarGracias, Fran.