Hay días de intención precaria que no quieren salir de sí, que se conforman con su enmudecida vulgaridad, que empiezan con ánimo indigente y ataduras en el alma, que se miran a los espejos y no se reconocen tiempo. Son días que no saben muy bien qué hacen ahí, colgados en un calendario; que son como un reloj roto, con las manillas inmóviles en una hora absurda en que lo único importante que sucede es su propia avería. Hay días de torpe centinela aguardando un relevo que no acaba de llegar.
Uno intenta espabilarlos a fuerza de empujones en las horas; y empieza a preparar tareas que mañana serán inaplazables. O abandona las tareas, aplazadas al cabo, y abre un libro y lee un rato. O deja el libro y enciende este silencio de diecisiete pulgadas para escribir silencios que no tienen tamaño. O sale a la calle y repara en las primeras hormigas que trepan por el tronco de una acacia aún desnuda… Ni por esas. El día, cruelmente parmenídeo, sigue ahí, con su tedio insolente, con su vacío insultante.
Entonces es cuando empieza el remordimiento, porque no hay derecho a que haya días de esa raza. No, si uno sigue vivo, no si el mundo sigue siendo doloroso, no si en alguna parte unos ojos ven caer su última sombra, no si un cáncer se está comiendo a un hombre o si un grito desgarra una tristeza, no si un poder acaba de fundar una injusticia… No hay derecho a este lujo de la desidia, no hay derecho a los días que se cuelgan de las paredes y no hacen nada a cambio.
No hay derecho a la indolencia.
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