Siempre me enamoró esa mano, ese tacto temeroso como si se aproximase a una burbuja maravillosamente frágil. Se puede suponer que pretende moverla, que el gesto está animado de curiosidad, que busca una constelación, que está trabajando con la minuciosidad de un orfebre, reconociendo gemas sobre la caricatura esférica de la noche… Pero nunca lo he visto así, jamás he visto un astrónomo, un sabio, un erudito, sino algo previo, más elemental, más simple: una caricia; una asombrada caricia ante lo desconocido, frente a la inmensidad, sobre la maravilla.
Es el más primario de nuestros sentidos, el más burdo sin duda, hecho de reacción a lo inmediato. El tacto exige el cuerpo a cuerpo, la cercanía, el naufragio de la sensación en su estímulo. Es el límite donde los ángeles saben su razón de tierra. Quizá por eso desee el amor la proximidad, porque el amor está más allá de todo y quiere creerse posible también en lo inmediato.
Bajo una luz prodigiosa, el astrónomo (¿qué hace un astrónomo trabajando de día?) quiere acariciar la perfección. Sólo eso. No poseerla –es una mano temerosa y suave–, no dominarla –es una mano rendida, admiradora–. Sólo quiere sentir la inmensidad en la yema terrena de sus dedos; sólo la eternidad, en la provisionalidad sorprendida de su tacto.
"la caricatura esférica de la noche". Precioso. Pero es que lo has descrito con una precisión envidiable. Esa humildad del astrónomo, esa mano. Hoy me temo que nuestros astrónomos confían demasiado en las computadoras. Acumulan datos y más datos y se emocionan muy poco. Ahora me acuerdo del 2001 de Kubrick. La novela de Clarke no me gustó tanto como la película, pero me quedó grabada la última frase del astronauta David Bowman que recibieron en el control de la misión: "Oh, Dios mío, está lleno de estrellas".
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué tres párrafos más bonitos sobre el simple gesto de la mano de un hombre y la luz con la que fue pintada. No estaba en la enciclopedia de Lucrecia (aunque sí su hermano el geógrafo), pero he ido a buscar esa mano a otra parte y sólo la puedo ver como tú dices. Me parece que tu entrada es como el gesto que describes, delicado y sincero, con la dignidad especial de lo más sencillo. Me gusta mucho.
ResponderEliminarUn saludo admirado, Antonio.
"Sólo la eternidad" Es un texto increíble... Tiempo llevo queriendo escribir más sobre Vermeer, pero yo no paso de la cita o la mera anécdota. Tu artículo de hoy es fantástico, un Aleph dentro de otro.
ResponderEliminar¿Conoces "La pared amarilla", de C. Pujol?
Un abrazo,
Francisco
…"Oh, Dios mío, está lleno de estrellas". Gracias, Juan Manuel. Durante años fui adicto al voyeurismo de la noche. No puedo decir, desde luego, que “he visto cosas que vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión…”, pero sí que he veraneado en Andrómeda, que es una manchita blanquecina en la periferia de la retina, y que he acompañado al lentísimo Saturno, que era como un castoreño radiante y redoblado sobre la oscuridad… Yo lo recomendaría a todo el mundo para que los veranos dejaran de ser “bobos”. No la “toqué” nada más que con la mirada, pero no se me ha olvidado lo inmensa que es la verdad. Y lo grandes que podemos ser nosotros si recordamos lo que era admirarla. No usarla, sino admirarla.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias a tu sensibilidad, Betty B. Habrás visto que hay una diferencia notable: “El geógrafo” (oficio sobre la tierra al cabo) sí que está trabajando. “El astrónomo”, sin embargo, parece que venera. En el fondo son como la hacendosa Marta y la contemplativa María: aquél quiere ser eficaz, éste es un enamorado.
ResponderEliminarUn saludo agradecido, Olga.
Como siempre, agradecidísimo por tus palabras, Francisco. No, no he leído “La pared amarilla”, pero lo haré sin duda: me has despertado la curiosidad.
ResponderEliminarUn abrazo.