Hace dos meses, bajando por la calle “Camino de la Huerta” en San Fernando de Henares, se podía ver una casita derruida por la intransigencia voraz de las excavadoras. Durante algunos días distraje la vulgaridad de mi rutina circulatoria con los restos tenaces de su doméstica biografía, focos de resistencia en que las cosas se empeñan para que no se olvide que alguna vez fueron testimonio. Me llamaba la atención un friso alicatado y fragmentario, blanco y azul, de rancia estética, que había sobrevivido de tanto adherirse al edificio colindante. Puede que allí estuviera la cocina, ese rincón de las casas que fue hogar por excelencia, cuando el hogar era hoguera gracias a la cleptomanía prometeica. No podía evitar reconstruir el resto, disponer en el mosaico de cascotes las piezas fantasmales de un pasado del que nadie sabrá nada en poco tiempo. Me parecía escuchar risas o advertir lamentos, recuperar tristezas o fracasos, rescatar alegrías o grandezas. Días felices y días terribles, relojes con voluntad de que el tiempo se detuviera o, todo lo contrario, corriera y pasara cuanto antes. La vida, la humana más que ninguna, no sabe suceder sin proclamar en dónde ha sucedido.
Hace un mes que Roma anduvo bajo mis pasos salpicando eternidad sobre este pobre montaje de carbono que se volvió mirada y corazón hace más de medio siglo. Hace un mes me vi en rincones donde la belleza se vuelve santidad y la Historia armonía exultante de los muros. Hace un mes me ocurrió lo mismo que hace dos y que hace siempre, lo mismo que me ocurre en los museos, lo mismo que me pasa ante cualquier rastro del hombre: que no puedo evitar que me asalte una legión de biografías insignificantes, de gentes que sufrieron y gozaron sin firmar en anales de importancia; que lucharon, creyeron, padecieron, supieron, ignoraron; que dejaron allí su lágrima y sudor, su empeño y sacrificio, su gozo y esperanza, como un rescoldo de la vida que vivieron, del hogar que alguna vez lo fue sobre su piel, bajo su alma.
No lo puedo evitar: así es el manantial de esta vulgar memoria. Una pena que nos pase inadvertido, que no nos demos cuenta del grandioso papel de ser pequeños, que ignoremos que la identidad del tiempo nos tendría que estar agradecida… Si lo hiciéramos, creceríamos en rotundidad existencial, en certidumbre de sentido, en felicidad por disponer de este breve intervalo en que tan mal tratamos con la vida y su frontera indeseada.
Me gusta imaginarte por Madrid o Roma, por cualquier parte, asaltado por las biografías imaginadas de otra gente. Eso es mirar a los demás, o intentarlo, y también mirarse adentro. Los lugares son importantes por el rescoldo de vida que guardan, ese rastro del hombre del que hablas. A veces el rastro se vuelve arte y otras simple testigo de otro tiempo o de otras vidas. Tú dejas el tuyo en estos textos y a mí me gusta mucho leerlo.
ResponderEliminarUn saludo, Antonio.
Pues muchas gracias, mi leal "rastreadora".
ResponderEliminarTales decía que "todo está lleno de dioses"; yo creo que todo está lleno de hombres y que el hombre, le guste o no, está lleno de Dios.
Un beso.
Gracias.
ResponderEliminarY gracias por volver. Me alegra retomar la costumbre de leer sus textos.
Un saludo,
Hernán
Hermoso texto, Antonio, sobre la trascendencia de lo menudo, la grandeza de la pequeñez en el concierto del tiempo. Y felicidades por haber sentido que "Roma anduvo bajo tus pasos". Yo la visitado en dos ocasiones y ya es fundamento de mi memoria. Saludos.
ResponderEliminarPor supuesto, Hernán, la gratitud es hacia ti: son espléndidas las "piezas" que has dejado este mes.
ResponderEliminarUn saludo.
Sí que anduvo, Antonio, sí que anduvo; doliendo en el cuerpo (me salió una ampolla en la planta del pie dolorosísima) y haciendo gozosa al alma. ¡Tal es la servidumbre de un platónico!
ResponderEliminarGracias por tu visita.
Un saludo.