La relación de la luz con las
cosas es una relación amorosa: la luz se acerca a ellas, las acaricia, las
corteja, las seduce, las invade... Claro está que las cosas se resisten; y esa
resistencia, ese frívolo desdén de las cosas hacia la iluminación plena, es lo
que nos llega a nosotros como su color, como el color de las cosas. Así que los
colores que vemos no son nada más que lo que las cosas menosprecian de la luz
que las galantea. Qué sorprendente, verdad, porque eso que no quieren, eso que
rechazan es precisamente de lo que se visten ellas para enamorar nuestros ojos.
Las amapolas son rojas porque se quedan con todo el arco iris de la luz, menos con
el rojo que precisamente las define.
Tal vez todo esto habría quedado
más claro si me hubiera limitado a decir lo que todos sabemos: que las propiedades
de las sustancias absorben ciertas longitudes de onda del espectro
electromagnético y nos devuelven otras que el sistema nervioso acaba
interpretando como “colores”. Pero si hubiera escrito esto, no se habría
entendido lo que en el fondo quería decir. La metáfora no es un adorno de la palabra,
sino una necesidad de la verdad. La pulcra exactitud del conocimiento nos
paraliza con su rigor; la imprecisa ambigüedad de la metáfora nos da las alas
de la hermenéutica.
Pero… ¿qué quería decir yo realmente?
Yo quería hablar de la luz; mejor dicho, del amor desmedido de la luz. Porque
la luz quiere a las cosas a lo grande. Quiere entrar en ellas y acomodarse enteramente
a ellas… Y que las cosas, esas cosas opacas y sombrías, devuelvan la luminosa
fracción de un sacrificio. La luz quiere un imposible –qué común es esto en el
amor–: quiere que su negación sea su contrario, que su muerte una vida distinta;
que los colores del mundo, la consecuencia de su inmolación.
La luz es una lección, mal
aprendida humanamente, que amanece todos los días.
¿Qué humildad la de la luz verdad?. Deja que las cosas y el humano ojo vean y sean vistas, a la medida de su capacidad. Pero a la vez deja la huella en la retina de la belleza que no somos capaces de ver, sólo de intuir.
ResponderEliminar"Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
e, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura".Un beso, espero iluminado, más que luminoso. Cupi
P.D. "La metáfora es una necesidad de la verdad", ¡qué bueno!, y ¡qué verdad!.
Lo curioso, querida Cupi, es que las cosas realmente importantes (ya lo sabes tú) se reconocen por su humildad, por su carencia de artificio y parafernalia.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita.
Un beso.
P.D. Oportunísima, por cierto, la evocación de San Juan de la Cruz.
Yo prefiero pensar que en ese amor tan profundo, las cosas que absorben ese precioso haz de luz que las inunda devuelven algo del regalo recibido y ofrecen su color como una ofrenda agradecida.
ResponderEliminarY... Si estoy de acuerdo, querido Antonio, que la metáfora es quizás, la más hermosa manera de hablar de amor.
Un beso
Bueno, todo es cuestión de hermenéutica, querida Doña A; en eso consiste "la imprecisa ambigüedad de la metáfora".
ResponderEliminarGracias por tu compañía.
Un beso.