Se fue con un sabor amargo entre los labios. Se fue sin palabras ni besos. Se fue con un inexplicable alejamiento de todo lo que era. Sin los suyos, sin el humilde plural de los que amaba. Confuso, abandonado, inerme… Se fue como los otros, los muchos que advirtió la última vez que pudo abrir los ojos, los convocados por un maldito azar de diabólicos puñales que reventaba los pulmones e implacablemente los asfixiaba. Murió como murieron todos, cercado por la soledad y a traición de los relojes con los que aún creía que podía contar.
Le quedan pocas horas a este año maldito, este año que arrinconó nuestras razones contra nuestro desconcierto y nos puso cara a cara con la muerte en su dimensión más amarga. Porque morir no es lo peor que puede pasarnos, lo peor es la forma de morirnos. La soledad, la lejanía, el apartamiento de quienes quieres, de quienes más quieres, de tus hijos, de tus nietos; la negación de una última palabra, de un beso, de una caricia; la insufrible certeza de tu dolor desterrado de todo lo que te hizo vivir…
Sembró demasiadas soledades este maldito año. Son miles. Son multitud. Acudirán esta noche a las plazas vacías de todos los pueblos mientras dan los relojes las últimas campanadas. Aplaudirán las manos del viento y cantaran las gargantas del silencio...
Y se oirán las voces y los aplausos de todas las soledades.
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