A mis años la servidumbre de la perfección anota en su haber muchas más derrotas que victorias. Incluso a veces, todas las batallas quedan definidas por las primeras y ninguna por las segundas. Pero lo peor no es eso, lo peor es que, en estos tiempos, los locos que aún quedamos empecinados en tan alto empeño somos objeto de vituperio y ridiculización social, cuando no de seria advertencia de persecución y destierro del reino de la corrección. Recuerdo hace muchos años una contundente sentencia de don Luis Solana -presidente a la sazón de lo que por entonces fuera Telefónica- que, confieso, me conmovió por su convicción envanecida: “La perfección no existe, y además es fascista”. ¡Toma ya!, me dije, ¡lo perfecto que hay que ser para saber que la perfección no existe y encima calificarla! Yo, que nunca he tenido tan altas dotes, jamás fui capaz de negarle la existencia, pero siempre he querido servir al sueño de su posibilidad. Y en este soneto queda muy claro lo torpe -y pesimista- que al respecto he sido.
Señor de las Ideas, de las bellas
ideas; me cansa comprobar que de ellas
se hace escombro y sentina. Por la herrumbre
de mi espada vencida, la costumbre
de la derrota me alza a las estrellas;
su rastro me dejaron y sus huellas
y un átomo de luz y certidumbre.
Pero la edad me cansa, el desencanto
-mar entrópico- letal, triunfante,
horizonte final, oscuro, triste...
Para morir, al tiempo me adelanto
como un héroe trágico. Delante,
sólo la noche en que vivir consiste.
(Poema fechado en junio 2002)
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